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'''''Acortado''''' (Truncado en la versión sudamericana), es una historia corta escrita por '''Cameron Dayton''' y publicada en Junio de 2011 en la página web de World of Warcraft. Trata sobre el dificil papel de [[Gelbin Mekkatorque]] para recuperar Gnomeregan.
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'''''Acortado''''' (Truncado en la versión sudamericana), es una historia corta escrita por '''Cameron Dayton''' y publicada en Junio de 2011 en la página web de World of Warcraft. Trata sobre el difícil papel de [[Gelbin Mekkatorque]] para recuperar Gnomeregan.
   
 
==Personajes==
 
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*{{RaceIcon|Gnome|Male}} [[Herk Winklespring|Herk Vincarresorte]]
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Gelbin Mekkatorque se encuentra inspeccionando el sector 17 de Gnomeregan junto a un grupo de voluntarios. Allí se encuentran sus aposentos, el lugar donde creó innumerables inventos antes de que la capital gnoma cayera en manos de los trogg. Los recuerdos no tardan en volver a su memoria; cada recoveco contiene un invento, un trofeo, un retazo de épocas pasadas. Al reparar en uno de ellos, sus gafas favoritas, Gelbin recordó la traición de quien se las regaló: Sicco Termochufe. Un instante después de tocarlas, una trampa se activó, sellando las puertas de acceso a los aposentos de Gelbin. Solo una persona podía haber concebido una trampa así, el mismísimo Termoenchufe. Su voz se filtró en la estancia, burlándose de Mekkatorque mientras una puerta se abría y un trogg avanzaba con la intención de matar al Manitas Mayor. En el último momento un plan cruzó la mente de Gelbin que se valió del mecanismo de la trampa que lo había aprisionado para deshacerse de la bestia y de los componentes de una caja de herramientas para abrasar a dos más que se habían unido. Finalmente, tras desmontar la baldosa donde se encontraba la trampa, consiguió neutralizar a sus enemigos y abrir la salida. Sicco lo esperaba a la salida, montado en una estructura creada por él mismo que le servía de armadura y transporte. Cuando éste comenzó a vanagloriarse de sus méritos, Gelbin le confesó que él mismo había tenido que corregir mucho de sus diseños, pues los cálculos eran erróneos pero que no le había dicho nada porque Sicco era su amigo y quería que se llevara toda la gloria. Sicco se sorprendió y comenzó a hostigar a su antiguo amigo que, tras vislumbrar su armadura, encontró un punto débil en donde reposaba todo el peso del tren superior. Armado con su llave inglesa, lo aflojó y la presión del vapor hizo que Sicco se partiera en dos, dejando sus piernas y su cuerpo separados. Gelbin no tuvo reparos en dejarlo allí, junto a sus esbirros, mientras él regresaba con su pueblo y amigos, algo que Sicco nunca llegaría a comprender.
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== Texto ==
 
== Texto ==
   
—Efectuamos una revisión de seguridad en los pisos superiores del sector 17, señor. El lugar parece no haber sido tocado desde nuestra, um, salida. Claro que todo hiede a trogg…
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—Hemos hecho un barrido de seguridad en los pisos superiores del sector 17, señor. Todo parece estar intacto desde, eh, desde que nos marchamos. Aunque, claro está, apesta a trogg...
—Hmmm, sí. Esa fabulosa mezcla de moho, sarna y chango agrio. Le quita a uno el apetito, lo sé.
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—Mmmm, sí, esa deliciosa mezcla de moho, sarna y mono rancio. Hace que se te vayan las ganas de comer, lo sé.
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El capitán de engranajes Herk Arrancarresortes hizo un gesto de disgusto y palideció ligeramente al oír la descripción de su comandante. Sin duda, el hedor estaba afectando a la moral de las tropas.
   
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—¿Y tu grupo está equipado con mi último modelo de taponanapias de alta velocidad?
El capitán Herk Vincarresorte de los Engranes frunció el ceño, palideciendo ante la descripción de su comandante. El hedor ciertamente estaba causando estragos en la moral.
 
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—Sí, señor. El hedor... bueno, se puede saborear, señor. Por muy taponada que tengamos la nariz. —Arrancarresortes echó la cabeza hacia atrás y mostró un buen par de orificios nasales de gnomo que estaban, desde luego, muy bien taponados—. Dos miembros de mi batallón han pedido el traslado a la patrulla trol en Yunquemar, y mi médico quiere saber si damos bajas por apestamiento.
   
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El Manitas Mayor Gelbin Mekkatorque suspiró, se subió las gafas hasta la frente y se masajeó con el dedo índice y el pulgar el puente de su prominente nariz. Las gafas nuevas le hacían daño y ajustarlas era la primera en una lista de mil tareas que tenía pendientes para cuando terminara la batalla. No había dormido la noche anterior y sentía sensible y dolorida la carne donde se habían apoyado las lentes. Reconquistar Gnomeregan estaba resultando ser mucho más que una simple acción militar.
—¿Y su equipo cuenta con la versión más reciente de mis Sanitizadores Nasales de Alta Velocidad?
 
—Sí señor. El aroma… bueno, uno puede saborearlo, señor. No importa qué tan limpias se encuentren sus fosas nasales. —Vincarresorte echó la cabeza hacia atrás, mostrando unas enormes y apuestas fosas nasales gnomas que, en efecto, se encontraban relucientes. —Dos de los miembros de mi escuadrón solicitaron su transferencia a la Patrulla Trol en Yunquemar y mi médico quiere saber si ofrecemos vacaciones por hedor.
 
   
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Aquel hedor, por ejemplo. Uno de los problemas de los vastos subterráneos de la ciudad mecánica, uno entre cientos en realidad, era la ventilación. A plena capacidad, los ventiladores de la red, las rejillas de ventilación y los filtros habían necesitado el trabajo de un equipo de quince técnicos trabajando veinticuatro horas al día para conseguir que Gnomeregan oliera a limpio y a fresco. Años de desperdicios troggs sin limpiar se habían convertido en capas de suciedad apestosa e impenetrable que estaba resultando más difícil de eliminar que a los mismos invasores.
El Manitas Mayor Gelbin Mekkatorque suspiró, se colocó los lentes sobre la frente y deslizó sus dedos índice y pulgar por los costados de su prominente nariz. Las gafas nuevas le lastimaban y ajustarlas era el primer inciso de una lista de miles de tareas que planeaba llevar a cabo cuando terminase el combate. No había dormido la noche anterior y la piel de su nariz se encontraba enrojecida y le dolía. Recuperar Gnomeregan se estaba tornando en algo más que una simple operación militar.
 
   
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—No te preocupes, capitán. Esta semana tengo a los cerebritos del Cuerpo de Alquimistas trabajando en el prototipo de mis cañones eliminapestes inodoros. Deberían ayudarnos a eliminar ese hedor insoportable de nuestras salas. ¿Qué tal si tu batallón y tú os cogéis el resto del día libre? Id a Cebatruenos a por unas pintas.
Consideremos el hedor, por ejemplo. Uno de los problemas que presenta una vasta ciudad mecanizada subterránea —mejor dicho, uno de cientos— era la ventilación. Operando a máxima capacidad, la red de ventiladores, ventilas y filtros requería un equipo de quince técnicos trabajando las veinticuatro horas para mantener el aire de Gnomeregan fresco y limpio. Años de pestilencia trogg sin sanitizar se habían coagulado en capas de suciedad impenetrable con aroma a almizcle, que era más difícil de eliminar que los invasores mismos.
 
 
—No se preocupe, capitán. Tengo a los genios del Cuerpo de Alquimia creando un prototipo de mis Cañones Deodorizantes Quitapeste. Eso deberá ayudar a expulsar ese asqueroso hedor de nuestros corredores. ¿Por qué no se toma el resto del día junto con su escuadrón? Vayan por unas pintas a la Cervecería Trueno.
 
   
El otro gnomo sonrió, saludó y asintió con presteza.
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El otro gnomo sonrió, saludó y asintió rápidamente.
   
Mekkatorque se volvió hacia los planos extendidos en la mesa que se encontraba detrás de él y se acomodó de nuevo los lentes con un gesto de dolor. Aunque algunas secciones de Gnomeregan seguían en brutal conflicto, otras fueron recuperadas con facilidad sorprendente. Por supuesto, la ayuda de la Alianza había sido un catalizador en ese aspecto, pero Gelbin no estaba tan seguro. La Cámara de Engranajes parecía… abandonada. No era común que su antiguo enemigo cediera territorio tan fácilmente.
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Mekkatorque volvió a concentrarse en los planos que estaban extendidos sobre la mesa detrás de él y se colocó las gafas de nuevo con un gesto de dolor. Aunque aún se seguía luchando encarnizadamente en algunos sectores de Gnomeregan, otros habían caído en sus manos con sorprendente facilidad. Por supuesto, la ayuda de la Alianza había sido vital en este aspecto, pero Gelbin no estaba tan seguro. Le había dado la impresión de que La Sala de Máquinas había estado casi... abandonada. No era propio de sus viejos enemigos renunciar a un territorio con tanta facilidad.
   
Gelbin, luego de ser interrumpido por alguien aclarándose la garganta, se volvió de nuevo. El capitán de los Engranes seguía ahí, moviendo nerviosamente las manos.
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Gelbin se vio interrumpido por alguien que se aclaraba la garganta y se giró. El capitán de engranajes seguía todavía allí, retorciéndose las manos.
   
—Disculpe, ¿hay algo más, capitán?
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—Lo siento. ¿Hay algo más, capitán?
—Bueno, sí, Manitas Mayor; señor. Si no le molesta que pregunte…
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—Bueno, sí, Manitas Mayor, señor. Si no te importa que te haga una pregunta...
—En absoluto, hable.
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—En absoluto. Habla.
—Bien, señor. Es sólo que algunos de los muchachos se preguntaban, y yo también, por qué fuimos enviados a efectuar reconocimiento de ese sector. Vaya, no se encuentra cerca de las líneas frontales y no parece tener recursos; ni valor estratégico alguno. Parece ser la biblioteca de un viejo loco, señor.
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—De acuerdo, señor. Es solo que algunos de los chicos se estaban preguntando, y yo también, ¿por qué hemos sido enviados a reconocer ese sector? Quiero decir, está lejos del frente y no parece que contenga ningún tipo de recurso ni que posea ningún valor estratégico. Simplemente parece la biblioteca de un vejestorio, señor.
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—¿Dices que parece la "biblioteca de un vejestorio"?
—¿La biblioteca de un viejo loco dice usted?
 
   
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El capitán Arrancarresortes sonrió con complicidad.
El capitán Vincarresorte sonrió con aire de complicidad. —Je, esa es la impresión que me dio, señor. Pilas de libros antiguos, papeles arrugados y algo similar a una madriguera de conejo construida con moldes de hojalata para pay.
 
   
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—Ajá, esa ha sido mi impresión, señor: montones de libros viejos, papeles arrugados y algo que parece la madriguera de un conejo construida con moldes de tarta...
—Vaya, supongo que la maqueta a escala del Tren Subterráneo tiene cierto parecido con eso…
 
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—Bueno, supongo que la maqueta a escala del Tranvía Subterráneo sí que parece una madriguera...
—El… ¿Señor?
 
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—Del... ¿señor?
 
—Esos eran mis aposentos, capitán.
 
—Esos eran mis aposentos, capitán.
—Sus… sus aposentos, ¿señor? Oh. Oh. Mil disculpas Manitas Mayor, no pretendía…
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—¿Tus aposentos, señor? Oh. Oh. Mis disculpas, Manitas Mayor. No era mi intención...
—No es lo que esperaría de alguien que cuenta con mi exaltada posición, ¿eh? —Gelbin rió y le dio unas palmaditas en el hombro al nervioso capitán. —No se preocupe, Vincarresorte. Puede que tenga un puesto importante en la Corte Manitas pero todo mi trabajo real, como pensar e inventar, lo llevé a cabo en esa biblioteca de viejo loco. Ahora, mientras va de salida, ¿podría decirle al sargento Pernocobre que estoy listo para examinar el área? Gracias por su excelente trabajo, capitán.
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—Supongo que no es lo que esperabas de alguien de mi elevada posición, ¿verdad? —Gelbin rio y se inclinó hacia delante para dar unas palmaditas amistosas en el hombro del capitán avergonzado—. No te preocupes, Arrancarresortes. Quizá haya ocupado un asiento elevado en la Cámara Manitas, pero todo el trabajo de verdad, la meditación y los inventos que he creado han tenido lugar en esa desastrada biblioteca de un vejestorio. Ahora, al salir, ¿harías el favor de informar al sargento Pernocobre de que estoy listo para examinar la zona? Gracias por tu duro trabajo, capitán.
   
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Gelbin esperó hasta que su equipo de seguridad se hubo dado la vuelta y hubiera desaparecido al doblar la esquina antes de borrar la sonrisa de su cara. Hundió los hombros con una sonora exhalación que fue en parte suspiro, en parte maldición.
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Resultaba duro. Resultaba duro regresar a su estudio. A su rincón. Aquel era el lugar que se imaginaba cada vez que oía la palabra hogar, incluso a pesar de los muchos años transcurridos. Años de vivir amparado por la caridad y la tolerancia de unos aliados que, a pesar de todos sus nobles gestos, todavía le miraban con compasión.
Gelbin aguardó hasta que su equipo de seguridad desapareció alrededor de la esquina antes de permitir que la sonrisa abandonara su rostro. Sus hombros cayeron al son de una exhalación entrecortada, la cual era tanto un suspiro como una maldición.
 
   
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La compasión. Ah, esa era la parte más dura. Para una raza de gente ambiciosa cuya vida se regía por el poderoso orden de las leyes científicas del universo, ser dignos de compasión resultaba insoportable. La compasión era un insulto hacia ellos. Gelbin se revolvía ante la lástima y sabía que su pueblo también sentía lo mismo: como líder, había aprendido que convenía prestar un poco de atención a las emociones personales ya que, a menudo y en cierto grado, reflejaban lo que sentían el resto de los gnomos.
Era difícil regresar a su estudio, su rincón. Éste era el sitio que imaginaba siempre que escuchaba la palabra hogar, aún después de tantos años. Años viviendo de la caridad y la tolerancia de aliados quienes, pese a sus nobles sentimientos, todavía le veían con lástima.
 
   
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Pero la compasión no era lo único, por lo menos para el Manitas Mayor. Tener que mantener la sonrisa, los valerosos ánimos y la chispa gnoma ante su pueblo. Tener que ser capaz de proyectar una constante e ininterrumpida confianza en las reducidas estancias de la vieja Ciudad Manitas, cuando lo único que quería era dejarse caer al suelo y... y...
La lástima… ah, esa era la parte más dura. Para una raza de individuos con grandes aspiraciones, cuyas vidas se veían validadas a través del dominio magistral de las leyes científicas del universo, era intolerable que otros sintieran lástima por ellos. Ser víctimas de la lástima era un insulto. A Gelbin le irritaba la simpatía y sabía que su gente se sentía igual. Como líder aprendió que era sabio pensar un poco en sus propias emociones, ya que por lo general reflejaban lo que los demás gnomos sentían; al menos de cierto modo.
 
   
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Gelbin inspiró tembloroso y se tambaleó. Apoyó el hombro contra la pared de metal con un ruido sordo. Tantos muertos. ¡Tantos!
Pero la lástima no era todo, al menos para el Manitas Mayor. Tener que conservar la sonrisa, el valeroso ánimo y el ingenio gnomo frente a su gente. Verse en la necesidad de proyectar confianza constante sin interrupciones en la apretada zona que constituía la Antigua Ciudad Manitas, cuando todo lo que deseaba era tirarse al suelo y… y…
 
   
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Recuperándose, apretó los puños y exhaló. Cerró los ojos y contó números primos hasta que los sentimientos se retiraron, una vez más, hasta un lejano rincón de su mente. Números primos, seguros y dignos de confianza. Siempre se podía contar con ellos. Confiar en ellos. Gelbin sabía que tendría que recuperar los sentimientos y enfrentarse a ellos algún día, pero ahora no había tiempo para eso. No había tiempo en absoluto. Los gnomos necesitaban que su Manitas Mayor estuviera en plena forma para la reconquista de su hogar, y dejar traslucir detalles estúpidos como vergüenza y remordimientos solo le haría parecer débil. Un pueblo nómada al borde de la extinción no podía permitirse tener un líder débil.
Gelbin respiró entrecortadamente y trastabilló hacia un lado. Su hombro chocó contra la pared metálica, emitiendo un sonido débil. Tantos muertos. ¡Tantos!
 
   
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Por lo menos, otra vez no.
Armándose de valor, apretó los puños y exhaló. Se puso a contar números primos hasta que esos sentimientos se replegaron, una vez más, a ese rincón distante de su mente. Números primos seguros y confiables, siempre podías depender de ellos; confiar en ellos. Gelbin sabía que tendría que regresar y lidiar con esos sentimientos algún día, pero no había tiempo ahora; nada de tiempo. Los gnomos necesitaban a su Manitas Mayor en su mejor forma para recuperar su tierra natal. El mostrar fruslerías como vergüenza y pesar sólo parecería debilidad. Un pueblo de caminantes que se encontraba al borde de la extinción no podía tener un líder que mostrara debilidad.
 
   
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Tras alejar ese pensamiento de su mente, Gelbin avanzó y empezó a sopesar las condiciones en las que se encontraba su antiguo hogar. Al contrario que sus compañeros de la Alianza, el Manitas Mayor evitaba la vida cómoda y elegante en favor de un estilo de hogar más práctico. ¿De qué servía tener un trono si se pensaba mejor de pie? La gastada red de pasillos del sector 17 era la representación física del proceso creativo de Gelbin: la biblioteca conectada con la sala de diseño conectada con una fundición sencilla conectada con la Cámara de la Asamblea. Investigación, imaginación, creación, ingeniería. Allí era donde había reunido a sus fuerzas, las había fundido con hierro y las había ordenado marchar. Literalmente.
Al menos no otra vez.
 
   
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En aquellos pasillos, Gelbin había imaginado el primer mecazancudo, que había permitido a su diminuto pueblo seguir el paso de los poderosos destreros humanos. Aquella invención había cubierto de gloria al joven gnomo y lo había colocado en el camino hacia el liderazgo. El microajustador giromático, el robot de reparación, el Tranvía Subterráneo, incluso el prototipo para la máquina de asedio enana; todo había nacido de bocetos y sueños que habían tenido lugar en su estudio. Todo había formado parte de aquel magma primordial que era la imaginación de Gelbin al servicio de los gnomos.
Sacudiéndose ese pensamiento de la cabeza, Gelbin avanzó y comenzó el análisis de la condición de su otrora hogar. A diferencia de sus iguales en la Alianza, el Manitas Mayor evitaba los recintos extravagantes a cambio de una morada práctica. ¿De qué servía un trono cuando pensabas mejor de pie? La gastada red de corredores en el sector 17 era una representación física del proceso creativo de Gelbin: biblioteca conectada a la habitación para crear prototipos, conectada a su vez a una fundición simple y a una cámara de ensamblaje. Investigación, imaginación, creación, ingeniería. Fue aquí donde convocó a los números, los juntó con hierro y les hizo marchar hacia adelante; literalmente.
 
   
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—Lo que conduce a la siguiente pregunta— murmuró. —¿Pueden cien invenciones brillantes compensar un error terrible?
En este sitio Gelbin concibió el primer mecazancudo, lo que permitió a su diminuto pueblo mantener el paso con los imponentes corceles humanos. Esa creación lanzó al joven gnomo a la fama y lo colocó en la senda hacia el liderazgo. El micro-ajustor giromático, el robot de reparaciones, el Tren Subterráneo, incluso el prototipo de la máquina de asedio enana; todos ellos comenzaron como bocetos y sueños en este estudio. Todos fueron creados en el caldo primigenio que constituía la imaginación de Gelbin; para beneficio de todos los gnomos.
 
   
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La oscuridad hizo que las palabras permanecieran en el aire y las cubrió de dolor. Mientras esperaba una respuesta que ya conocía, el Manitas Mayor se dio cuenta de algo que le hizo sonreír por primera vez desde que había bajado allí. Estaba hablando consigo mismo. Era algo que no hacía desde... bueno, desde la última vez que había vivido en aquellos túneles. Puede que el regreso de la neurosis fuera buena señal. Gelbin se rascó la barba recortada de forma impecable.
—Lo que ruega la interrogante —murmuró—, ¿pueden cien inventos brillantes sufragar un error terrible?
 
La oscuridad sostuvo sus palabras y las juntó con el dolor. Mientras esperaba una respuesta que ya sabía, el Manitas Mayor notó algo que le hizo sonreír. Estaba hablando consigo mismo, algo que no hacía desde… vaya, cuando todavía habitaba estos túneles. ¿Quizá el retorno de la neurosis era una buena señal? Gelbin se rascó su bien cuidada barba.
 
   
Si encuentro esperanzas en una recaída psicótica, las cosas realmente están mal.
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—Si encuentro esperanza en una recaída psicótica, la situación debe ser muy grave.
   
Al avanzar por la cámara de ensamblaje, pasó un dedo sobre la polvosa banca y chasqueó la lengua. Los años no habían sido amables. Aún bajo la luz parpadeante —el hecho de que la iluminación aún funcionara era testimonio de la ingeniería gnoma— Gelbin sabía que su otrora inmaculado estudio necesitaría una sanitización seria y a conciencia.
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Mientras se movía por la Cámara de la Asamblea, pasó el dedo por un banco cubierto de polvo y chasqueó la lengua. Los años no habían pasado en balde. Incluso bajo aquella luz temblorosa, que seguía funcionando como muestra de la supremacía de la ingeniería gnoma, Gelbin percibió que aquel estudio, en otra época impoluto, iba a necesitar una limpieza en profundidad.
   
Echó un vistazo a su vitrina de trofeos en la pared lejana. Era algo que el Manitas Mayor pidió que instalaran bajo solicitud de sus aprendices y únicamente porque necesitaba un sitio para colocar todos esos reconocimientos inútiles. Al igual que todo lo demás, se encontraba cubierto por una capa de polvo.
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Echó un vistazo a su vitrina de trofeos en la pared del fondo. Era un mueble que el Manitas Mayor había instalado a petición de sus aprendices y solo porque había necesitado un lugar donde meter todas aquellas menciones de honor inútiles. Como todo lo demás, estaba cubierto por una capa de polvo.
En la parte central se encontraba su primer prototipo funcional del mecazancudo, orgulloso y desgarbado entre varias medallas y listones. Gelbin sonrió al notar que aún los modelos de alta velocidad más avanzados y recién salidos de Forjaz, todavía contaban con el bamboleo de ave y la forma de tetera de su opus original. Lo que era más, sus agentes en Rasganorte reportaron que los enigmáticos mecagnomos adoptaron su invento para sus misteriosos propósitos. ¿Qué puede ser más halagador que el hecho de que una raza de máquinas utilice tu máquina para desplazarse?
 
   
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La pieza central de la enorme colección era su primer prototipo operativo de mecazancudo, que se alzaba orgulloso y larguirucho entre varias medallas y menciones.
Aunque el mecazancudo había sido el primero (y posiblemente el más popular) de sus inventos, el flujo constante de creaciones únicas, poderosas y prácticas que surgió de estas cámaras fortaleció a su gente y demostró que los gnomos eran un componente vital en la Alianza de enanos, humanos y elfos. Fue aquí donde Gelbin Mekkatorque paso de mero inventor a Manitas Mayor de los gnomos. Fue aquí donde Gelbin Mekkatorque alcanzó su nivel de comprensión más elevado, creó sus inventos más brillantes y recibió los mayores galardones por parte de un pueblo que consideraba que la creatividad y la creación eran lo más importante.
 
   
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Gelbin sonrió al darse cuenta de que incluso los modelos más recientes y más rápidos recién salidos de Forjaz recordaban ligeramente a aquel modo de andar como de ave y al torso de tetera de su primera obra. Es más, había recibido informes de sus agentes en Rasganorte que afirmaban que los enigmáticos mecagnomos habían adoptado su invento para sus propios propósitos misteriosos. ¿Qué podía resultar más halagador que el hecho de que una raza de máquinas adoptara tu máquina para moverse por el mundo?
Y fue aquí donde Gelbin Mekkatorque confió estúpidamente en el consejo de alguien a quien consideraba un amigo. Fue aquí donde Gelbin Mekkatorque dio la orden que mató a la mayoría de su gente, dejó a los sobrevivientes sin tierra natal y los lanzó a mendigar y al oprobio.
 
   
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A pesar de que el mecazancudo había sido el primero (y, podría decirse, el más popular) de sus inventos, el continuo fluir de creaciones únicas, poderosas y violentamente prácticas que había ideado entre aquellas paredes había fortalecido a su pueblo, y había demostrado que los gnomos eran un activo fundamental para la
Descargó un golpe contra la pared, levantando una nube de polvo. Las luces parpadearon como eco visual de su frustración. El Manitas Mayor temblaba mientras abría y cerraba los puños. Luego… decidió que quizá era mejor caminar un poco. Fue de la cámara de ensamblaje hasta la fundición y luego a la habitación de creación de prototipos. Ahí se detuvo y se dio cuenta, con cierto grado de sorpresa, que acababa de mostrar su primera señal concreta de ira; años después de la traición. Tal acto poco característico se sintió bien.
 
   
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Alianza de enanos, humanos y elfos. Así era como Gelbin Mekkatorque había pasado de ser un simple inventor a convertirse en Manitas Mayor de los gnomos. Así era como Gelbin Mekkatorque había alcanzado sus cotas más altas, había dado lugar a sus inventos más brillantes y había recibido los más altos honores de manos de un pueblo que valoraba la creatividad y el trabajo manual por encima de todo.
Tal vez algo del modo de ser de los enanos se le había pegado, o quizá al estar de nuevo en casa —más allá de los ojos de ciudadanos preocupados y de benefactores que le veían con lástima— sentía como si las cortinas estuviesen descorridas; ya no tenía que ser el Manitas Mayor. Aquí podía, finalmente, ser Gelbin y Gelbin podía sentirse triste; Gelbin podía sentirse traicionado y Gelbin podía estar furioso y con el corazón hecho trizas a causa de la maldita injusticia de todo lo acaecido.
 
   
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Y así era como Gelbin Mekkatorque había confiado tontamente en el consejo de alguien a quien había considerado un amigo. Así era como Gelbin Mekkatorque había dado la orden que había matado a casi todo su pueblo, que había costado a los supervivientes la pérdida del hogar y los había condenado a la mendicidad y a la ignominia.
Gruñó y volvió a golpear la pared, disfrutando del dolor en sus nudillos y del satisfactorio sonido que reverberó a través de los corredores metálicos que le rodeaban. Pasar tiempo con los enanos fortaleció a su gente y permitió que se sintieran más cómodos con su habilidad física; como nunca antes en la historia académica de los gnomos. Los enanos habían dominado el poco delicado arte del combate cuerpo a cuerpo en un mundo repleto de seres que les doblaban en tamaño, mientras que los gnomos, por lo general, se concentraban en huir del conflicto. Sin embargo, los años de tribulaciones y sobrevivencia entre sus más robustos aliados había, para bien o para mal, proporcionado a los gnomos cierta ventaja en combate. En estos días, Gelbin veía cada vez más gnomos blandiendo armas, portando armaduras y poniéndose al tú por tú con los Grandotes.
 
   
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Golpeó la pared con el puño y levantó una nube de polvo. Las luces del techo parpadearon como haciéndose eco de su frustración. El Manitas Mayor decidió que lo mejor sería darse un paseo hasta que se le pasara. Echó a andar por la Cámara de la Asamblea hasta la fundición y después pasó a la sala de diseño. Entonces se detuvo. De pronto, Gelbin se dio cuenta, con cierta sorpresa, de que acababa de manifestar su primer sentimiento de ira en aquel momento, años después de la traición. Y este ataque de ira, tan poco propio de él, le había sentado de maravilla. Quizá los enanos estuvieran agotando su paciencia. O quizá era por el hecho de estar en casa de nuevo, por fin lejos de los ojos de benefactores que los miraban con ojos compasivos y de ciudadanos preocupados. Se sintió como si hubiera caído el telón y ya no tuviera que hacer el papel de Manitas Mayor. Allí, por fin, podía ser Gelbin. Gelbin podía sentir tristeza; Gelbin podía sentirse traicionado; y Gelbin podía sentir furia y desolación ante la maldita injusticia de todo aquello.
—Bueno —murmuró—, la parte del tú por tú no ha sido algo muy benéfico para nuestros números en declive.
 
El sonido de su violento asalto contra la pared aún hacía eco por la habitación y el Manitas Mayor se detuvo en medio de sus pensamientos. Eso no sonaba bien.
 
   
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Gruñó y la tomó con la pared de nuevo; saboreó el brusco dolor en los nudillos y el satisfactorio sonido metálico que reverberó por los pasillos de hierro que lo rodeaban. Por lo menos, el haber pasado tanto tiempo entre enanos había fortalecido a su pueblo y ahora aceptaban sus habilidades físicas de mejor grado que nunca antes en toda la historia estudiosa de los gnomos. Los enanos habían dominado el poco delicado arte del combate cuerpo a cuerpo en un mundo hecho para seres que, normalmente, les doblaban en estatura, mientras que los gnomos se habían concentrado en escapar y evitar conflictos de ese estilo. Pero aquellos años de dificultades y supervivencia entre sus aliados más toscos habían encendido en los gnomos la chispa combativa, para bien o para mal. Gelbin veía cada vez más gnomos armados con espadas, luciendo armaduras y que replicaban a la gente alta mucho más que antes.
Gelbin ladeó la cabeza y retrocedió un paso. El Sector 17 había sido edificado en una zona sólida en el noroeste de Dun Morogh, debajo de una cadena montañosa nevada constituida principalmente de granito y pizarra. Los pasillos acorazados en esta ala de Gnomeregan no debían responder a la percusión con tal resonancia. ¿Le estaría fallando la memoria?
 
   
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—Bueno —murmuró—, lo de replicar no ha ayudado mucho a nuestras ya menguadas fuerzas.
Gelbin dio unos golpecitos a la pared con los nudillos, sus ojos cerrados. El sonido continuaba con un tono similar al de una campana.
 
   
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El eco de su violento golpe contra la pared seguía resonando por la estancia y el Manitas Mayor se detuvo a mitad del pensamiento. Eso no sonaba como debía sonar.
Sin quitar los ojos de la pared, Gelbin retrocedió hasta el centro de su habitación. Su antigua silla trol, una construcción deliciosamente primitiva de hueso y piel de raptor, seguía en su sitio. La silla era un recuerdo de la primera vez que los gnomos ayudaron a la Alianza en una incursión contra un campamento de la Horda durante la Segunda Guerra. Gelbin conservó la cosa con apariencia feroz como recordatorio de dos puntos importantes. Primero, que sus enemigos vivían en un mundo formado con hueso y piel de monstruos. Segundo, que incluso los salvajes con colmillos y piel musgosa necesitaban algo cómodo para sentarse de cuando en cuando. Pese a que el Manitas Mayor generalmente no se sentaba mientras trabajaba en sus inventos, había usado la silla como catre provisional después de muy largas noches de devanarse los sesos. Como había sido diseñada para el relativamente sustancial trasero trol, su poca altura y cuero suave proporcionaban un sitio para la siesta gnoma perfecta. Se dejó caer en la suavidad de su silla con un suspiro de preocupación.
 
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Gelbin inclinó la cabeza y retrocedió un paso. El sector 17 se había excavado en las macizas laderas del noroeste de Dun Morogh, una porción de esa cordillera nevada que consistía principalmente en granito y esquisto. Los pasillos recubiertos de hierro de aquella ala de Gnomeregan no deberían responder a la fuerza percutora con aquel tipo de resonancia. ¿Acaso le estaba fallando la memoria?
   
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De nuevo, Gelbin golpeó la pared con los nudillos con los ojos cerrados. Otra vez, el sonido llegó a él con el eco de una campana.
¿Hubo construcción nueva en esta zona desde el éxodo? Las sospechas de Gelbin habían aumentado. Examinó la habitación para crear prototipos en busca de cualquier señal de sabotaje: cables sueltos, paneles mal colocados, o huellas desconocidas en el polvo. Su gente más capaz inspeccionó el sector entero, pero Mekkatorque sabía que no debía confiar ciegamente, en particular cuando Termochufe se encontraba involucrado.
 
   
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Sin despegar los ojos de la pared, Gelbin retrocedió hasta el centro de la estancia. Su vieja silla de fabricación trol, un delicioso mueble primitivo hecho de huesos y pellejo de raptor, seguía en su lugar de siempre. La silla era un recuerdo del primer ataque en el que habían participado los gnomos como parte de la Alianza, contra un campamento de la Horda durante la Segunda Guerra; y Gelbin había conservado aquel mueble de aspecto fiero para tener presente dos cosas. La primera, que sus enemigos vivían en un mundo al que daban forma con carne y huesos de monstruos. La segunda, que incluso los salvajes con colmillos y piel musgosa necesitaban un sitio cómodo para descansar de vez en cuando. Aunque el Manitas Mayor muy pocas veces se sentaba mientras estaba absorbido por sus inventos, a veces había utilizado la silla como un catre improvisado tras interminables noches de invenciones. Al ser un mueble bajo y con un asiento muy amplio destinado al trasero relativamente grande de los trols, era perfecto para una siesta gnoma. Con un suspiro de preocupación se dejó caer en la silla y agradeció su suavidad.
Sicco Termochufe. El nombre aún traía un frío opresivo a su estómago, una tensión que no era posible eliminar a través de la racionalización. Gelbin finalmente acuñó un término para esa extraña sensación, algo que le era severa y terroríficamente desconocido; confusión. En este caso particular, el Manitas Mayor Gelbin Mekkatorque seguía muy, muy confundido.
 
   
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¿Acaso se había acometido algún tipo de obra en aquella zona desde el éxodo? Las sospechas de Gelbin aumentaron. Examinó la sala de diseño en busca de cualquier señal de sabotaje: cables sueltos, paneles que no estuvieran en su lugar o huellas desconocidas en el polvo. El sector al completo había sido examinado por su equipo más capaz, pero Mekkatorque había aprendido que no había que confiar ciegamente. Sobre todo cuando Termochufe andaba de por medio.
¿Cómo pudo haber pasado?
 
   
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Sicco Termochufe. Aquel nombre todavía le provocaba un nudo en el estómago, una opresión que no podía eliminarse a base de razonamientos. Gelbin por fin había dado con un término para aquella sensación: era un sentimiento con el que estaba terrible y pavorosamente poco familiarizado. Era confusión. En aquel extraño momento, el Manitas Mayor Gelbin Mekkatorque se sentía muy, pero que muy confuso.
Un gnomo de Gnomeregan actuando en contra de los suyos era una imposibilidad, una casualidad, una aberración inconcebible. A diferencia de los enanos, los gnomos no tenían historia previa de violencia intestina. Su pasado se encontraba libre de señores de guerra y de facciones violentas. En general, gnomos no peleaban contra gnomos. En un mundo de leones, tigres, furbolgs y Grandotes, los integrantes de su pueblo tenían que depender unos de otros; ni siquiera había que decirlo. Por esta razón, los gnomos no necesitaban la primogenitura primitiva que había sido causa de mucha de la sangre derramada entre las demás razas de Azeroth. Además, dejaron la monarquía siglos atrás. Los gnomos elegían a sus líderes por consentimiento común, con base en los méritos de su trabajo. Mérito que era totalmente cuantificable con respecto a los beneficios que aportaba a la raza gnoma. Actuar de modo dañino contra la especie, desear poder pese al costo que eso conllevase al pueblo; eran cosas que harían los enanos o los orcos. Sin duda era una cualidad humana. ¿Cómo podía un gnomo ser el responsable de la cuasi extinción de los gnomos?
 
   
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¿Cómo había podido ocurrir aquello?
Sicco dijo haber efectuado pruebas de los niveles de radiación del gas. Afirmó tener evidencia de su efecto terminal en los troggs y mostró a Gelbin números falsificados en cuanto a su densidad y peso volumétrico. El gas debió permanecer en las zonas de cuarentena en las secciones bajas de Gnomeregan, envenenando a los invasores conforme surgían de las profundidades; mientras los gnomos aguardaban sanos y salvos en los túneles urbanos superiores. En ese entonces parecía ser la única manera de combatir la invasión imprevista y no requeriría ayuda de la Alianza, que se encontraba ocupada. Los gnomos resolverían los asuntos de los gnomos. Termochufe parecía tener plena confianza de que esto sería la solución.
 
   
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Un gnomo de Gnomeregan que actuara contra su propio pueblo era algo imposible, una casualidad, una aberración inconcebible. Al contrario que los enanos, los gnomos no tenían ningún tipo de antecedente de violencia interna. Su pasado carecía de señores de la guerra o de facciones violentas. Simplemente, los gnomos no luchaban contra los gnomos. En un mundo de leones, tigres, fúrbolgs y gente alta, sus congéneres habían tenido que confiar los unos en los otros. No hacía falta ni decirlo. Por eso los gnomos no recurrían al primitivo derecho de primogénito que había causado tanto derramamiento de sangre entre otras razas de Azeroth, y hacía siglos que habían prescindido de la monarquía. Los gnomos elegían a sus líderes por acuerdo común, basándose en los méritos del trabajo. Un mérito que se medía totalmente por los beneficios aportados a la raza. Actuar de forma que dañara a tu propia raza, ansiar el poder a pesar del coste para tu propio pueblo... eso era algo que podrían hacer un enano o un orco. Desde luego, era indiscutiblemente humano. Pero, ¿cómo podía ser que un gnomo hubiera dejado a los gnomos al borde de la extinción?
Sin embargo, la mayoría de los troggs simplemente se abrieron paso a través del gas, volviéndose incluso más salvajes al ser irradiados. Además, el gas permeó Gnomeregan. Éste pasó por los aclamados Filtros Domicílicos Viento Leempio de Termochufe y mató a los gnomos que aguardaban en sus hogares; asfixiados por repugnantes nubes verdes detrás de puertas que los mantendrían a salvo, según prometió el Manitas Mayor. Gnomeregan murió ese día. Murió porque Gelbin Mekkatorque confió en que un amigo sería un amigo, o al menos un gnomo.
 
   
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Sicco había afirmado que había comprobado los niveles de radiación del gas. Había afirmado que tenía pruebas de su efecto radical en los troggs y había mostrado a Gelbin cifras falsificadas en cuanto a su densidad y peso volumétrico. El gas debería haberse quedado en las zonas en cuarentena y las secciones más bajas de Gnomeregan para ir envenenando a los invasores a medida que emergían de las profundidades, mientras que los gnomos permanecerían aislados y a salvo en los túneles urbanos superiores. En aquel momento, aquella había parecido ser la única forma de eliminar la invasión imprevista y así no les haría falta pedir ayuda a la muy atareada Alianza. Los gnomos se ocuparían de los gnomos. Termochufe había parecido estar muy convencido de que su invento funcionaría.
Gelbin se reclinó y cerró los ojos. La presión en su pecho era casi dolorosa y por millonésima vez se preguntó si debería renunciar a su título y dejar que alguien más asumiese el puesto. Alguien menos confundido, alguien que no cometería un error estúpido que terminaría matando a tantos…
 
Esta vez no existía la posibilidad de contener la desesperación, ni la densa nube de pesar que surgía desde la prisión donde estuvo encerrada durante mucho tiempo. Gelbin respiró profundo un par de veces, contó números primos, se agarró con fuerza del asiento de su silla, pero no había manera de detenerla. La pena se abrió paso a través de sus defensas y escapó de su pecho como un sollozo entrecortado y gutural.
 
   
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Pero la mayoría de los troggs simplemente atravesaron el gas arrastrando los pies, y el único efecto que tuvo en ellos fue, en todo caso, que se volvieron más salvajes a medida que se convertían en seres irradiados. Y el gas había subido por todo Gnomeregan. Se había filtrado por los afamados filtros de aire limpio a domicilio de Termochufe y había matado a los gnomos que esperaban en sus casas, ahogados por viles nubes verdes tras puertas que el Manitas Mayor les había prometido que los mantendrían a salvo. Gnomeregan murió ese día. Murió porque Gelbin Mekkatorque había confiado en que un amigo sería un amigo. O por lo menos, un gnomo.
Solo en el oscuro silencio de su estudio abandonado, el Manitas Mayor Gelbin Mekkatorque lloró al fin.
 
   
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Gelbin se reclinó y cerró los ojos. La presión que sentía en el pecho le resultaba casi dolorosa y por enésima vez se preguntó si debería renunciar a su título y dejar que otro ocupara el puesto de Manitas Mayor. Alguien menos confundido. Alguien que no cometería un error estúpido que terminaría matando a tanta gente...
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Una vez que las lágrimas se secaron, los temblores cesaron y la calma regresó a la habitación, Gelbin exhaló entrecortadamente y se enderezó. Se sentía vacío… de modo limpio y hueco. No era exactamente un sentimiento agradable pero sí uno muy necesario.
 
   
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Esta vez no intentó contener la desesperación, la enorme oleada de pena que surgió del lugar en el que había estado acumulándose durante demasiado tiempo. Gelbin respiró rápidamente, contó números primos y se aferró con fuerza al asiento de la silla. Pero esta vez no pudo detenerse. El dolor sobrepasó todas sus defensas y estalló a través de su pecho con un gemido gutural y lastimero.
Era tiempo de regresar a la superficie, a su gente. Ya se estaba sintiendo egoísta por tomarse tanto tiempo con sus propios problemas. Se recargó en el apoyabrazos para levantarse.
 
E hizo una pausa.
 
   
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En medio de la oscuridad y el silencio de piedra de su estudio abandonado, el Manitas Mayor Gelbin Mekkatorque lloró al fin.
Al sentir algo frío bajo su mano, Gelbin abrió los ojos y echó un vistazo. En el apoyabrazos de la silla se encontraban sus espejuelos favoritos. Esos simples lentes con armazón de mithril que recibió como regalo al graduarse de la Universidad Engranaje. Resistentes, confiables y reconfortantes. Habían permanecido en su rostro por décadas desde entonces, algo que se vio interrumpido por la invasión trogg y el precipitado éxodo de los gnomos. Gelbin se las arregló con un nuevo par de lentes, algo que armó en Forjaz durante su tiempo libre; mientras atendía asuntos en Ciudad Manitas y el trono de Barbabronce. Fue una hazaña que su pobre nariz lamentaba desde entonces. Sonriendo, el Manitas Mayor se inclinó para recuperar sus lentes perdidos.
 
   
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Cuando se le secaron las lágrimas, cesaron los temblores y la escalofriante tranquilidad volvió a la estancia, Gelbin suspiró débilmente y se incorporó. Se sentía... vacío... y limpio, como si estuviera hueco por dentro. No era, exactamente, una buena sensación. Pero era la que necesitaba sentir con desesperación.
—Ahora puedo volver a ser yo de nue…
 
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Era hora de volver a la superficie, junto a su pueblo. Ya se sentía un egoísta por haberse tomado tanto tiempo para sus problemas personales. Se apoyó en los reposabrazos, empezó a levantarse.
   
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Y se detuvo.
Los lentes dejaron la silla con cierto grado de tensión extraña y Gelbin se quedó inmóvil. Un recuerdo helado se deslizó desde la parte posterior de sus pensamientos: las gafas fueron un regalo de graduación. Un obsequio de su amigo y compañero de estudios Sicco Termochufe.
 
Gelbin jamás hubiera dejado sus lentes en la silla.
 
   
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Sentía algo frío bajo la mano. Gelbin abrió los ojos y miró. Cuidadosamente plegadas en uno de los brazos de la silla encontró sus gafas favoritas, las sencillas lentes con montura de mitril que había recibido como regalo tras graduarse en la Universidad Charnela. Resistentes, reconfortantes y dignas de confianza. Desde entonces, habían ocupado la misma posición en su cara durante décadas; una posición que solo se había visto interrumpida por la invasión de los troggs y la consiguiente huida precipitada de los gnomos. Mientras tanto, Gelbin había seguido adelante con un nuevo par de gafas que había fabricado en Forjaz en su tiempo libre, mientras corría apresurado entre Ciudad Manitas y el trono de Barbabronce. Era una hazaña que su pobre nariz había lamentado desde entonces. Sonriendo, el Manitas Mayor alargó la mano para recoger sus gafas perdidas.
Cuando notó un alambre delgado atado alrededor del puente de los lentes, ya era demasiado tarde. Éste descendía por la silla hasta un pequeño agujero en el mosaico; un hilo metálico casi invisible. Veraplata, increíblemente ligera, pero más fuerte que el acero. Gelbin sintió un suave tirón del lado opuesto del alambre —el movimiento de un resorte que se suelta— y levantó la mirada justo a tiempo para ver como una pesada puerta se cerraba en la entrada. Hubo un sonido metálico similar en el corredor de salida detrás de él.
 
   
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—Ahora puedo volver a ser yo mismo...
¿Nueva construcción en el sector 17? Parecía que sí. Alguien había dejado una trampa para el Manitas Mayor y éste había caído redondito. ¿Quién sino Gelbin se sentaría en esta silla? ¿Quién tocaría los lentes del Manitas Mayor? Conforme engranes ocultos gruñían detrás de las paredes huecas, Gelbin se preguntó si el capitán Vincaresorte había sido sobornado, o si su equipo simplemente no se dio cuenta del sabotaje.
 
   
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Cuando retiró las gafas del reposabrazos sintió una extraña tensión y Gelbin se detuvo en seco. Un recuerdo helado apareció desde lo más profundo de su memoria: aquellas gafas habían sido un regalo por su graduación. Un regalo de su amigo y compañero de graduación Sicco Termochufe.
Hubo un sonido de estática crepitante al activarse una bocina eléctrica, seguido de una voz que había estado presente en los sueños del Manitas Mayor por años ya.
 
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Y Gelbin nunca hubiera dejado sus gafas sobre la silla.
   
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Demasiado tarde se percató del delgado cable que envolvía el puente. Bajaba por el costado de la silla hasta entrar por un minúsculo agujero practicado en una baldosa del suelo. Era un hilo de metal casi invisible. Veraplata, increíblemente ligera pero más fuerte que el acero. Gelbin sintió un leve tirón al otro lado del cable, el movimiento mecánico de un resorte al soltarse; y alzó la mirada en el momento justo para ver cómo una pesada puerta cerraba la entrada con un fuerte golpe. Se escuchó un ruido metálico similar en el pasillo de salida justo detrás de él.
—¿Sabes, mi estimado Gelbin? Me preguntaba si esta trampa sería demasiado obvia para ti. Casi no lo creí cuando sonó la alarma. Parece que siempre podré depender de que tu encantadora inocencia supere tu intelecto.
 
   
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¿Obras nuevas en el sector 17? Al parecer, las había habido. Alguien había dejado una trampa para el Manitas Mayor y Gelbin había caído directamente en ella.
Gelbin se incorporó de un salto, limpiándose los ojos. Por un momento tuvo la infantil preocupación de que quizá Sicco le vio llorar, sin embargo, la hizo de lado rápidamente. El sentimiento de vacío que tenía hace algunos instantes fue reemplazado con algo más frío: miedo y vergüenza. Éstos hacían eco en dolorosa armonía junto con su confusión. Apretando los dientes, Gelbin buscó en la argolla de su cinturón, donde por lo general se encontraba su confiable Llavecalibur. Nada, en su prisa por ver su viejo estudio había venido sin armas.
 
   
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¿Quién más iba a sentarse en aquella silla? ¿Quién más tocaría las gafas del Manitas Mayor? Mientras engranajes ocultos en las paredes huecas crujían y se ponían en marcha, Gelbin se descubrió pensando si el capitán Arrancarresortes se había dejado sobornar o si, realmente, su equipo había pasado por alto aquel sabotaje.
Esto era otra cosa que no hacía nunca, ni siquiera al caminar por Forjaz. ¿Estaba enloqueciendo? Confusión, olvido y ahora esto.
 
   
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Hubo un crujido de estática, un altavoz eléctrico cobró vida y sonó una voz que había poblado las pesadillas del Manitas Mayor durante años.
De modo irónico, Termochufe tenía razón. El Manitas Mayor sospechó que podría haber una trampa acá abajo, ya que consideraba que fue muy sencillo tomar la zona. Sin embargo, ¿cómo era posible que Sicco desperdiciara tal cantidad de tiempo y recursos sólo para matar a un gnomo? En especial cuando la totalidad de la Alianza se encontraba a su puerta. De nuevo, confuso.
 
   
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—Sabes, querido Gelbin, me pregunté si este cebo sería demasiado obvio para ti. Casi no he podido creerlo cuando ha saltado la alarma. Parece ser que puedo contar con que tu encantadora ingenuidad siempre anulará tu intelecto.
—¡Maldición, concéntrate! —Se dijo Gelbin a sí mismo. Moriría acá abajo si no se ponía las pilas. El Manitas Mayor nunca se había sentido tan confundido pero, si deseaba sobrevivir, no podía permitir que su viejo amigo se enterara. Quizá un duelo verbal mantendría ocupada la famosa mente obsesiva de Sicco mientras Gelbin hallaba la forma de salir de ahí. Éste se aclaró la garganta.
 
—Obviamente te di mucho crédito como estratega, Sicco. No cabe duda por qué mis fuerzas han logrado avanzar tanto contra tu ejército atrincherado, una multitud que nos supera en número tres a uno. Has desperdiciado tu tiempo en inútiles juegos de venganza.
 
   
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Gelbin se puso de pie de un salto y se secó los ojos. Durante un segundo y de un modo infantil, le preocupó que Sicco le hubiera visto llorar, pero el Manitas Mayor enseguida desechó el pensamiento. Algo más frío había reemplazado el sentimiento de vacío de hacía unos minutos. El miedo y la vergüenza chocaron con su confusión en dolorosa armonía. Gelbin apretó los dientes y echó mano de la hebilla del cinturón donde normalmente solía llevar a su querida Mekkalibur. Nada. En sus prisas por volver a su antiguo estudio, se había presentado allí totalmente desarmado.
Mientras examinaba con presteza la habitación, Gelbin luchaba por mantener su concentración. Si Termochufe decidía inundar el lugar con el mismo gas tóxico que utilizó contra su gente, no habría manera de escapar. Gelbin sabía eso porque conocía perfectamente la habitación; sólo contaba con dos puertas y ambas estaban selladas. Se acercó al rostro la parte frontal de su túnica en busca de las señales que revelaban la presencia de la mortal neblina verde. Quizá podría mantener la respiración el tiempo suficiente como para salir por cualquiera que fuere la ventila que su enemigo utilizase para descargar la repugnante sustancia.
 
   
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Eso era algo que no hacía nunca, ni siquiera mientras caminaba por Forjaz. ¿Acaso estaba perdiendo la cabeza? Confusión, despistes y ahora esto.
Sicco Termochufe reía.
 
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Curiosamente, Termochufe tenía razón. El Manitas Mayor había sospechado que había algún tipo de trampa allí abajo, había percibido que aquel sector había caído con demasiada facilidad. Pero... ¿cómo podía Termochufe invertir tanto tiempo y recursos en matar a un solo gnomo cuando la Alianza al completo estaba llamando a su puerta? De nuevo, la confusión.
   
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—¡Concéntrate, maldita sea! —se susurró. Iba a morir allí abajo si no se recomponía rápidamente. El Manitas Mayor nunca se había visto tan bajo de moral pero, si quería vivir, no podía permitir que su viejo amigo lo supiera. Quizá un duelo verbal mantuviera ocupada la famosa mente cuadrada de Sicco mientras Gelbin intentaba buscar la manera de salir de allí. Se aclaró la garganta.
—¿Inútiles juegos de venganza? Gelbin, ¿tienes idea de lo que tu muerte provocará entre los gnomos? Te mantuvieron a la cabeza pese a todo lo que hice para desprestigiarte. Los pequeños tontos adoran a su Manitas Mayor. Tu muerte les despedazará el corazón.
 
   
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—Está claro que te he considerado mejor táctico de lo que eres, Sicco. No me sorprende que mis fuerzas hayan sido capaces de avanzar de esta forma contra tu ejército atrincherado, una multitud que nos supera en tres a uno: has estado perdiendo el tiempo en tus estúpidos juegos de venganza.
La respuesta de Gelbin fue interrumpida por el clic de un switch. Silencio total seguido de un gemido mecánico, el sonido de pesados cables de hierro y discos impulsados por resortes. La pared frente a él, la misma que golpeó antes, comenzó a subir hacia el techo. Una ráfaga de aire caliente y húmedo se coló al recinto; Gelbin comprendió entonces el modo de su asesinato. Olía a moho, sarna y chango agrio.
 
El trogg salió de entre las sombras con un rugido húmedo. Su complexión era robusta, con brazos musculosos que casi tocaban el suelo y su andar mostraba la arrogancia de un depredador que sabe que su presa no tiene escapatoria.
 
   
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Mientras examinaba la estancia a toda velocidad, Gelbin se esforzó para mantener la concentración. Si Termochufe decidía inundar aquella estancia con el mismo gas tóxico que había utilizado contra su pueblo, no habría escapatoria. Gelbin conocía aquella habitación lo suficiente como para darse cuenta de eso. Solo había dos puertas y las dos estaban selladas. Se llevó el faldón de la casaca a la cara mientras miraba a su alrededor en busca de señales de la mortal niebla verde. Quizá pudiera contener la respiración el tiempo suficiente para salir por el conducto que Termochufe hubiera construido para traer el gas hasta allí.
El Manitas Mayor dirigió escaramuzas contra estas bestias, pero nunca había estado tan cerca de una. Su equipo de seguridad nunca lo permitiría (un equipo al que imprudentemente ordenó que le esperara fuera del sector). El trogg doblaba a Gelbin en tamaño y tenía una red de cicatrices a lo largo de la pedregosa piel de su pecho. Afiladas protuberancias huesudas surgían de los hombros y codos de la criatura; crecimientos deformes que eran testimonio de su rocosa herencia. Gelbin escuchó rumores de que los troggs eran una rama torcida de la raza enana. Aunque nunca diría tal cosa frente a sus gentiles anfitriones, notaba las similitudes: barba greñuda, complexión robusta y gruesas tiras de músculo que parecían haber sido talladas de granito. Sin embargo, ahí terminaba el parecido. El trogg tenía una postura encorvada, similar a la de un simio, el ceño tosco y los caninos pronunciados de un depredador.
 
Gelbin recordó su entrenamiento de combate. Un trogg usualmente era equivalente a cuatro o cinco gnomos, asumiendo que éstos se encontraran armados y contaran con experiencia en combate subterráneo. Como estratega comprobado, Mekkatorque sabía que podía dar batalla incluso sin armadura impulsada por vapor, ni Llavecalibur a su lado. El gnomo dio un paso hacia adelante y examinó la habitación. Quizá si lograba llegar al otro lado del estudio con la rapidez suficiente, habría un banco que podría convertirse en un arma provisional. Si conseguía mantener al trogg a distancia, quizá le sería posible escapar a través de la abertura por la que entró. Era arriesgado pero era la mejor…
 
   
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Sicco Termochufe se reía.
Dos troggs más aparecieron en escena. El primero gruñó órdenes guturales a los otros y éstos flanquearon a la presa con una rapidez feral que no dejaba traslucir su tamaño.
 
   
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—¿Estúpidos juegos de venganza? Gelbin, ¿tienes alguna idea del impacto que tendrá tu muerte en los gnomos? Te han mantenido al timón a pesar de todo lo que he hecho para desacreditarte. Esos pequeños estúpidos adoran a su Manitas Mayor. Tu muerte les desagarrará el corazón.
La pared se cerró detrás de ellos con un ominoso clang y Gelbin comprendió la triste realidad: iba a morir acá abajo. No había modo de escapar de la trampa de Termochufe.
 
   
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La respuesta de Gelbin se vio interrumpida por el clic de un interruptor activándose. Silencio mortal y, después, un gruñido mecánico, el sonido de unos pesados cables de hierro en ruedas impulsadas por resortes. La pared que tenía enfrente, la misma pared que había golpeado, empezó a subir hacia el techo. Hubo una oleada de calor y aire húmedo, y Gelbin se percató de la forma que iba adoptar su asesinato. Olía a moho, sarna y mono rancio.
Termi…
 
nado.
 
   
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El trogg emergió de las sombras con un gruñido húmedo. De constitución poderosa y brazos musculosos que le colgaban casi hasta el suelo, se movía con el aire arrogante y confiado de un depredador que sabe que su presa no tiene escapatoria.
Estaba harto de la lástima, fastidiado de los recordatorios diarios de que había perdido su reino sólo porque era un gnomo. Cansado de la maldita confusión. Los pasos de los troggs eran más próximos y Gelbin Mekkatorque susurró su despedida a su amada Gnomeregan y a su gente.
 
   
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El Manitas Mayor ya había participado en combates contra aquellas bestias anteriormente, pero nunca había estado tan cerca de una; su equipo de seguridad nunca lo hubiera permitido (el mismo equipo al que había ordenado de forma estúpida que lo esperaran fuera del sector). El trogg abultaba el doble que Gelbin y una maraña de cicatrices le cubría la piel endurecida del torso. Unas protuberancias irregulares y óseas le sobresalían de los hombros y los codos, bultos deformados que atestiguaban su herencia rocosa. Gelbin había oído rumores que afirmaban que los troggs eran una rama deformada de la raza enana. Aunque nunca se le ocurriría mencionárselo a sus gentiles anfitriones, sí que veía ciertas similitudes en la barba enmarañada, la constitución recia y gruesa y los tensos músculos que parecían haber sido tallados en granito.
“Los pequeños tontos adoran a su Manitas Mayor”
 
   
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Pero ahí era donde terminaban los parecidos. El trogg caminaba con los hombros caídos, como un mono, y lucía el ceño y los caninos afilados de un depredador.
Después de todo lo ocurrido, adoran a su Manitas Mayor.
 
   
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Gelbin recordó su instrucción de combate. Normalmente, un trogg era un enemigo al que se tenían que enfrentar cuatro o cinco gnomos, contando que fueran gnomos bien armados y experimentados en guerra subterránea. Mekkatorque era un táctico probado y sabía que incluso sin su armadura a vapor y Mekkalibur a su lado, todavía podía ser un adversario bastante decente. El gnomo dio un paso adelante y examinó la estancia. Quizá si se las arreglaba para llegar al otro extremo del estudio con suficiente rapidez, allí había un taburete que podría servirle de arma improvisada. Si podía mantener al trogg a raya, quizá fuera capaz de escapar por la abertura por la que había llegado su asesino. Sería peligroso, pero era la mejor...
Gelbin abrió los ojos y miró hacia abajo. Vio que aún sostenía sus lentes y también el alambre de Veraplata, delgado cual navaja, que se extendía hacia el suelo. Casi de modo instintivo, su mente de ingeniero se adueñó de la situación y planos imaginarios se desplegaron por su campo de visión.
 
El alambre obviamente conducía a un disparador con peso, activado por resortes. Éste se encontraba conectado a un eje pesado, cuyo contrapeso eran los cables que levantaron la pared con ayuda de algo que sonó como un par de bisagras de hierro oxidado; Sicco siempre había sido descuidado en sus creaciones. El resto era ingeniería simple y a Gelbin le pareció irónico que incluso Sicco, el no-gnomo, empleaba tecnología gnoma para sus oscuros fines. Tecnología que Gelbin adaptó, que Gelbin innovó y que Gelbin dominó para la protección y salvación de su gente.
 
   
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Dos troggs más arrastraron los pies hasta la luz. El primero gruñó órdenes guturales a los otros dos, que se colocaron a ambos lados de su presa con una rapidez salvaje que parecía imposible para su envergadura.
Gelbin Mekkatorque era un gnomo en sus fallos y triunfos, por eso su gente le amaba. Esa era la razón por la que aún era el Manitas Mayor y por la cual seguía luchando por los gnomos, aún después de tanta vergüenza, oscuridad y confusión.
 
   
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La pared se bajó tras ellos con un sonido metálico premonitorio y Gelbin lo vio claro con una enorme tristeza: iba a morir allí. No había forma de escapar de la trampa de Termochufe. Sicco iba a terminar el trabajo que años antes había comenzado en las cámaras de Gnomeregan. Finalmente, la ciudad caería de forma irremediable en manos del monstruo que se hacía pasar por gnomo. Gelbin cayó de rodillas y cerró los ojos.
De súbito, ya no se encontraba confundido.
 
   
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Era el fin.
El puño del primer trogg se aproximaba velozmente y Gelbin rodó hacia un lado para evadirlo. Los rocosos nudillos de la criatura partieron el mosaico del suelo y varios fragmentos pasaron rozándole. Gelbin se puso de pie al instante y corrió hacia la parte posterior del estudio. Un plan se formaba en su mente.
 
—Entonces dime, Sicco. Si mi muerte te daría una ventaja tan obvia, ¿por qué esperaste hasta ahora? ¿No habría sido mucho más fácil matarme cuando todavía confiaba en ti?
 
   
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Se acabó.
Era difícil hablar y correr al mismo tiempo, pero Gelbin sabía que tenía que mantener distraído a Termochufe para que su plan funcionara.
 
   
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Ya estaba cansando de la compasión, cansado de que le recordaran todos los días que había perdido su reino solo porque se había comportado como un gnomo. Estaba cansado de la maldita confusión. El sonido de arrastrar los pies de los troggs se acercó y, en un susurro, Gelbin Mekkatorque se despidió de Gnomeregan. De su gente.
Creyendo que su presa se acercaba a una ruta de escape oculta, los dos troggs a sus costados cargaron para cerrarle el paso. Gelbin anticipó ese movimiento y aprovechó los pocos segundos que esto le concedió para enrollar el resto del alambre de veraplata alrededor de sus lentes.
 
   
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"Esos pequeños estúpidos adoran a su Manitas Mayor".
El primer trogg estaba nuevamente casi encima de él y Gelbin se volvió para correr directamente hacia la bestia aullante. Fue algo inesperado y la criatura embistió aire en tanto que Gelbin se agachó, se deslizó entre las piernas del monstruo, rodó hasta quedar de pie y siguió corriendo.
 
   
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A pesar de todo, adoran a su Manitas Mayor.
Rugiendo, el trogg se volvió y corrió pesadamente tras él. Los otros dos, emocionados por el escándalo de su hermano, dejaron escapar un aullido y comenzaron a rodear la zona. No eran animales estúpidos y Gelbin lo sabía. Estaban contentos de permitir que el primer trogg lo cansara para luego aprovecharse de la cena fácil.
 
   
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Gelbin abrió los ojos y miró hacia abajo. Se dio cuenta de que todavía tenía las gafas en las manos y vio el cable de veraplata, fino como una cuchilla, que se extendía hasta el suelo. Casi por instinto, su mente de ingeniero se hizo cargo de la situación y una serie de planos empezaron a pasar ante sus ojos.
—¿Cómo? ¿Aún no mueres? —Farfulló Sicco.
 
   
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El cable de la trampa conducía a lo que claramente era un gatillo con un resorte de peso. Esto estaba unido a un eje pesado que tenía el contrapeso en los cables que habían levantado la pared ayudados por bisagras de hierro oxidado, o por lo menos, era a lo que sonaban. Sicco siempre había sido muy descuidado en el ensamblaje. El resto era ingeniería básica, de hecho, y a Gelbin le pareció irónico que Sicco, el anti-gnomo, confiara en la tecnología gnoma para conseguir sus propósitos oscuros. Una tecnología que Gelbin había adaptado, que Gelbin había innovado y que Gelbin había dominado para proteger y salvar a su pueblo.
Gelbin sonrió mientras corría. Su oponente acababa de revelar que, aunque tenía la capacidad de escuchar lo que ocurría dentro de la habitación, no podía ver nada.
 
El trogg enojado era rápido, mucho más de lo que Gelbin hubiera imaginado, y el gnomo podía sentir su horrible aliento en su cuello. El mismo Gelbin jadeaba y se concentró en la mesa de prototipos que se encontraba a un par de metros al frente.
 
   
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Gelbin Mekkatorque era un gnomo con sus defectos y sus virtudes. Por eso su pueblo lo amaba. Por eso seguía siendo Manitas Mayor. Por eso todavía seguía luchando por los gnomos, a pesar de tanta humillación, oscuridad y confusión.
Más cerca, más cerca.
 
   
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Y, de pronto, ya no estaba confundido.
Con un súbito aullido, el trogg fue enviado al suelo por una fuerza invisible. El alambre de veraplata que Gelbin amarró alrededor del tobillo de la criatura llegó a su límite y, al tirar de los resistentes lentes de mithril con tal peso y velocidad, le cercenó el pie al trogg. Un rugido de angustia, parte gemido y parte grito, estremeció el aire. El trogg levantó un muñón irregular que chorreaba y bramó de nuevo, golpeando el suelo con uno de sus puños. Mekkatorque le lanzó un guiño de disculpa y se escurrió hacia la mesa de prototipos que se encontraba justo adelante. Uno de los troggs se acercó a la criatura caída, más por curiosidad que por preocupación, mientras el otro continuaba rondando en torno a Gelbin.
 
Surgieron palabras entre dientes de la bocina oculta en el techo.
 
   
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Gelbin rodó a un lado y esquivó el puñetazo del primer trogg mientras se lanzaba de cabeza hacia él. Los nudillos rocosos de la criatura chocaron con el suelo de baldosa y levantaron astillas que volaron hacia él. Al segundo siguiente, Gelbin ya se había incorporado y corría hacia el fondo del estudio. Un plan estaba tomando forma en su cabeza.
—Tienes razón Gelbin, debí matarte en aquellos días, pero necesitaba un chivo expiatorio; un objeto de odio que me permitiera juntar a los gnomos mientras me elegían el nuevo Manitas Mayor. ¿Tienes idea de todo el tiempo que pasé tramando el plan para arruinar tu buen nombre? ¡Matarte hubiera sido fácil!
 
   
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—Dime, Sicco. Si mi muerte supone una ventaja tan grande para ti, ¿por qué has esperado hasta ahora? ¿No habría sido más fácil matarme cuando aún confiaba en ti?
Gelbin llegó a la mesa y comenzó a buscar frenéticamente en los cajones. Disfrazó sus acciones con un tono cuasi familiar.
 
   
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Resultaba difícil correr y hablar a la vez, pero Gelbin sabía que tenía que mantener distraído a Termochufe si quería que aquello saliera bien.
—¿Y cuándo empieza la parte en la que juntas a los gnomos y te conviertes en el Manitas Mayor? ¿Se suponía que eso iba a ocurrir antes o después del genocidio?
 
   
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Creyendo que la presa corría hacia alguna salida oculta, los dos troggs que cubrían sus flancos cargaron para bloquearle el paso. Gelbin ya había previsto ese movimiento y se tomó esos pocos segundos de ventaja para enrollar lo que quedaba del cable de veraplata en torno a sus gafas.
Sicco gruñó, maldijo y se escuchó el peculiar sonido de una llave de tuercas rebotando en una pared. Gelbin estaba sacándole de quicio.
 
   
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El primer trogg ya estaba de nuevo a punto de caer sobre él y Gelbin se volvió para correr directamente hacia la bestia aullante. El trogg no había esperado aquella reacción y se abalanzó sobre el vacío cuando Gelbin se agachó, se escurrió entre sus piernas, se incorporó y siguió corriendo.
—¡Cualquier idiota puede sonar sabio a posteriori! El gas resultó ser más… efectivo de lo que esperaba. Mis cálculos mostraban un índice de mortalidad de treinta por ciento, un número significativo de cadáveres estadísticamente hablando; todos a tus pies. Eso, seguido de mi impresionante eliminación de los troggs hubiera asegurado un presto golpe de estado.
 
   
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Con un rugido, el trogg se giró y avanzó pesadamente tras él. Los otros dos troggs, animados por los ruidos de su hermano, aullaron y se cernieron sobre su presa. Gelbin sabía que no eran animales estúpidos. Se habían contentado con dejar que el primer trogg agotara al gnomo para luego lanzarse sobre la comida fácil. La voz de Sicco petardeó sobre ellos.
Gelbin vio su oportunidad. —Hubiera es la frase operativa aquí…
 
   
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—¿Qué? ¿Todavía no estás muerto?
Otro sonido de impacto, ésta vez sólo pudo ser un puño contra el micrófono.
 
   
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Gelbin sonrió mientras corría. Su enemigo acababa de revelar que, a pesar de que podía oír lo que ocurría en el interior de la cámara, no podía ver nada. Quizá aquello funcionara.
—¿Quién hubiera calculado que los gnomos aún te seguirían después de que prácticamente pinté tus manos con su sangre? Que tirarían la lógica por la ventana y actuarían como un montón de elfos de la noche llorones y emotivos. ¡Qué bueno que el gas hizo lo que hizo, los gnomos necesitaban esa purga!
 
El siguiente sonido fue similar al previo, sólo que más fuerte y seguido del rugir de estática; luego silencio. Al parecer Sicco Termochufe no había considerado el daño cuerpo a cuerpo en la plantilla de durabilidad de su micrófono. Gelbin levantó la vista y asintió.
 
   
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El trogg enfadado era rápido, mucho más de lo que Gelbin hubiera imaginado, y el gnomo pudo sentir su terrible aliento en su nuca. Él había empezado a jadear cansado y se concentró en la mesa de dibujo que estaba a tan solo unos metros de él.
—Qué genio. Acabas de perder la capacidad de regodearte a larga distancia, amigo mío.
 
   
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Más cerca. Más cerca.
Se agachó y regresó a su trabajo. Por suerte, Termochufe había tenido cuidado de no alterar la mayor parte del estudio para evitar alarmar a los especialistas del Manitas Mayor. De hecho, Gelbin sospechaba que la construcción de casi toda la trampa se había llevado a cabo en otro sitio, para posteriormente ser instalada detrás de las paredes y bajo el suelo. La única intrusión detectable era el maldito alambre.
 
   
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Con un gañido súbito, el trogg se vio impulsado hacia atrás y cayó al suelo como arrastrado por una fuerza invisible. El cable de veraplata que Gelbin había atado a su tobillo había llegado al límite y estaba aferrado a las robustas gafas de mitril de tal forma que la combinación de peso y velocidad lo había tensado y había cortado un pie del trogg. Un rugido de angustia, en parte gemido y en parte grito, atravesó el aire. Mekkatorque hizo un guiño a la bestia como disculpándose y corrió hasta llegar a la mesa de dibujo que tenía delante. Uno de los troggs se acercó a su compañero caído, más por curiosidad que por preocupación, mientras que el otro continuaba acercándose a Gelbin.
Y el maldito alambre redujo sus problemas en 33.3 por ciento (que se repite, por supuesto). Gelbin encontró lo que buscaba en el fondo del último cajón. Un pequeño estuche de cuero con herramientas que sus ayudantes utilizaban para dar mantenimiento a los relojes del estudio. La puntualidad nunca fue su fuerte, pero le gustaba saber qué tan tarde iba a llegar.
 
   
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Murmullos de enfado sonaron por el altavoz oculto en las alturas.
El gnomo se volvió para ver dónde andaban sus atacantes y evadió otro brutal golpe. Uno de los troggs intentó tomarle desprevenido; su puño despedazó la mesa como si ésta se encontrase hecha de palillos. Siempre sospechó que estas criaturas tenían minerales pesados en su fisiología y el daño que causaron al suelo y a los muebles en los últimos minutos confirmaba tal hipótesis.
 
   
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—Tienes razón, Gelbin. Tenía que haberte matado en aquella época, pero necesitaba una cabeza de turco. Necesitaba a alguien contra quien levantar a los gnomos para acabar siendo elegido Manitas Mayor. ¿Te haces una idea del tiempo que pasé rumiando el plan que arruinaría tu nombre? ¡Matarte habría sido demasiado sencillo!
Nuevamente, la velocidad del gnomo era su ventaja y se alejó de la bestia con el estuche en la mano. El trogg rugió con furia y se volvió para gruñir órdenes a sus hermanos. Uno de los monstruos se estaba desangrando sobre el mosaico, pero el otro resopló afirmativamente y avanzó con lentitud por la habitación. Iban a cerrarle el paso a Gelbin y luego descargar el golpe mortal. El Manitas Mayor no podía correr para siempre. Sólo era cuestión de tiempo y estaban conscientes de ello.
 
   
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Gelbin llegó a la mesa y frenético empezó a abrir cajones. Cubrió sus acciones manteniendo un tono de conversación perfectamente normal.
El gnomo regresó al centro de la habitación. Su silla yacía en el suelo, volcada sobre uno de sus costados. El trogg moribundo había jalado el alambre con toda la fuerza de su pesado cuerpo, sumado a la velocidad que llevaba, arrancando la caja que albergaba el disparador; la cual había sido colocada bajo los mosaicos donde generalmente se encontraba la silla. Era una caja cuadrada de metal del tamaño de un plato. Si Sicco Termochufe empleó el mismo tipo de ingeniería goblin-esca descuidada que Gelbin le había visto usar antes, el resorte, eje y contrapesos principales estarían justo debajo de dicha caja.
 
Gelbin empujó la silla y abrió el estuche. Una llave de tuercas, un martillo de hierro, una lima y un frasco blanco de aceite de bocanegra para lubricar resortes. Todo en miniatura, del tamaño justo para trabajar con relojes; o sabotear un sabotaje. Levantó la vista y calculó el tiempo que tomaría a los troggs llegar hasta él. Quizá veinte segundos, necesitaría treinta.
 
   
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—Así que, ¿cuándo empieza la parte en la que levantas a los gnomos y te conviertes en Manitas Mayor? ¿No tenía que haber ocurrido antes del genocidio?
Después de destapar el frasco, Gelbin regó su contenido sobre el mosaico y lo hizo rodar hacia el trogg más cercano. El líquido trazó una línea brillante. La criatura miró el pequeño contenedor, dejó escapar un sonido simiesco que indicaba que le causaba algo de gracia y levantó la mirada para ver un gnomo que sostenía una diminuta llave de tuercas en una mano y una lima en la otra. Con un rápido movimiento, Gelbin frotó el borde de la llave con la lima. Una fulgurante línea de chispas trazó un arco hacia el suelo y cayó sobre el camino de aceite, el cual ardió serpenteando hacia el frasco que se encontraba a los pies del trogg. Sucedió tan rápido que la criatura apenas tuvo tiempo de girar mientras una bola de fuego surgía debajo. Su barba greñuda se incendió y el trogg comenzó a golpearla frenéticamente con sus huesudos nudillos. Esto sólo sirvió para avivar las llamas.
 
   
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Sicco gruñó, maldijo y se oyó el inconfundible sonido de una llave inglesa rebotando en una pared. Gelbin estaba empezando a alterar a Termochufe.
Satisfecho, Gelbin se volvió hacia el alambre, el mosaico roto y la caja expuesta que contenía el disparador. El otro trogg aún estaba del otro lado de la habitación y se movía con mayor cautela ahora que un gnomo sin armas le había dado fuego a su compañero.
 
   
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—¡Cualquier idiota puede sonar sabio a toro pasado! El gas fue... mucho más eficaz de lo que imaginé. Mis cálculos arrojaron una tasa de mortalidad del treinta por ciento, un número de cadáveres significativo a nivel estadístico, todos yaciendo a tus pies. Eso, seguido por mi impresionante actuación a la hora de librarnos de los troggs, habría asegurado el éxito de mi golpe de estado.
—Treinta segundos ahora —murmuró el Manitas Mayor— quizá cuarenta.
 
   
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Gelbin vio su oportunidad.
Utilizó la llave de tuercas para abrir la caja que contenía el disparador y ubicó el mecanismo en la base del carrete de veraplata. En efecto, Sicco había sido descuidado. Un buen saboteador se hubiera asegurado de que el disparador fuese de construcción de única ocasión, empleando materiales de un solo uso, o resortes de baja tensión. El resorte del carrete aún contaba con tensión suficiente para un par de usos más y Gelbin adjuntó rápidamente el disparador al interruptor de contrapeso —una combinación rectangular de engranes que permitía a la pared falsa subir y bajar gracias a los cables conectados a un resorte masivo; que se encontraba enrollado alrededor de un eje ubicado justo bajo sus pies. Con el disparador sujeto, colocó el interruptor a un lado y metió la mano en el sitio donde residía la caja que contenía el disparador. La llave de tuercas fulguró mientras Gelbin quitaba rápidamente los tornillos que mantenían el eje en su lugar.
 
   
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—Creo que aquí la palabra clave es habría...
Había, en total, cuatro tornillos oxidados y desatornillar tres de ellos le tomó a Gelbin el tiempo restante. El metal gruñó porque el peso masivo de un armazón completo ahora descansaba en un solo tornillo corroído.
 
   
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Se oyó otro golpe, aunque esta vez fue como si alguien hubiera dado un puñetazo al micrófono.
Gelbin se incorporaba justo cuando el trogg lo agarró y lo levantó. Examinó a Mekkatorque de cerca y mostró una sonrisa irregular; su paciencia había rendido frutos. El Manitas Mayor se encontraba a centímetros de una hilera de dientes rocosos agrietados, los cuales aún tenían trozos de la última pobre criatura que estuvo así de cerca. Gelbin se encogió frunciendo el ceño.
 
—Vincarresorte tenía razón. Puedo saborear ese hedor.
 
   
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—¿Quién habría podido imaginar que los gnomos te seguirían incluso después de que yo hubiera teñido tus manos con su sangre? ¿Que actuarían contra toda lógica y se dejarían llevar por las emociones como un puñado de elfos de la noche llorones? ¡Me alegro de que el gas tuviera el efecto que tuvo! ¡Los gnomos necesitaban esa purga!
El trogg rugió y saliva salpicó al Manitas Mayor.
 
   
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El siguiente sonido fue similar al anterior, solo que más fuerte y seguido por un rugido de estática. Después se hizo el silencio. Al parecer, Sicco Termochufe no había tenido en cuenta el impacto directo en sus estadísticas de durabilidad del micrófono. Gelbin dejó de rebuscar, levantó la mirada y sonrió.
Entonces, Gelbin descargó su puño contra la boca del trogg, destrozando sus dientes frontales y lanzando fragmentos de hueso hacia la parte posterior de su garganta. El trogg lo soltó y trastabilló hacia atrás, al son de un gemido ahogado. Gelbin se sacudió la sangre de su mano y luego la abrió para revelar el martillo de hierro.
 
   
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—Ese genio, ese genio. Acabas de perder tu facultad de reírte de mí a distancia, amigo mío.
—Un consejo, mi amigo. Nunca dejes que un gnomo se acerque a tus dientes.
 
El trogg se limpió la sangre de la boca y se volvió cuando llegó el otro, que tenía ampollas en su piel quemada. Ambas criaturas estaban furiosas y Gelbin sabía que se encontraba a unos cuantos segundos de que le despedazaran. Retrocedió un paso y presionó el disparador que construyó apresuradamente.
 
   
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Se inclinó de nuevo y volvió al trabajo. Afortunadamente, Termochufe había tenido la precaución de dejar el estudio en su estado original para evitar alertar a los especialistas del Manitas Mayor. De hecho, Gelbin sospechaba que la mayor parte de aquella trampa se había construido en otro lugar para luego instalarla detrás de las paredes y bajo el suelo. Lo único que había delatado la intrusión había sido el maldito cable.
Las pesas subterráneas cambiaron de sitio, los cables se tensaron y un tornillo oxidado cedió bajo la presión. Los mosaicos bajo los pies de los troggs estallaron al son de una erupción de roca y metal, mientras un eje jalado por un cable perforaba el suelo. Esto lanzó a las dos bestias contra el escritorio destrozado y, al mismo tiempo, levantó la pared falsa que se encontraba detrás del Manitas Mayor.
 
   
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Y el maldito cable había reducido sus problemas en un 33,3 por ciento (repetido, claro). Gelbin descubrió lo que estaba buscando en el fondo del último cajón. Era una pequeña cartera de piel que contenía una serie de herramientas que solían utilizar sus ayudantes para el mantenimiento de los relojes que había por todo el estudio.
Sus oponentes estaban en el suelo y la salida se encontraba libre, era hora de dejar el lugar. Gelbin guardó las herramientas en su cinturón y se detuvo un instante, considerando regresar por sus viejos lentes. Podía verlos del otro lado del cuarto, aún sujetos al grotesco remanente del pie de un trogg por el alambre. Riendo ante tal idea, se volvió para irse.
 
   
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La puntualidad nunca había sido uno de sus puntos fuertes, pero le gustaba saber lo tarde que iba a llegar a sus citas.
Sin embargo, esperó demasiado. Se aproximaban más troggs por la salida, gran cantidad de ellos. Éstos se apiñaron por la abertura y rodearon a Gelbin, gruñendo y lamiéndose sus dientes irregulares. Se le habían agotado las ideas y dudaba que los troggs fueran tan amables como para levantarle, junto con su martillo ensangrentado, a la altura de sus rostros.
 
Pero los troggs no avanzaban, aguardaban.
 
   
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El gnomo se volvió para ubicar a sus atacantes y esquivó otro golpe salvaje. Uno de los troggs había intentado acercarse a él sigilosamente y el puño atravesó la mesa que había detrás de Gelbin como si estuviera hecha de cerillas. Siempre había sospechado que aquellas criaturas contaban con minerales pesados en su fisiología, y los destrozos que habían causado en los últimos minutos en el suelo y en el mobiliario lo atestiguaban.
—Supongo que te debo una disculpa, Gelbin. Subestimé tu valentía, debí mandar cuatro troggs.
 
La aguda risa que siguió era desconcertante. Al parecer, Sicco Termochufe había descendido aún más por los abismos de la locura en compañía de estos monstruos. Se escuchó un sonido metálico, el siseo de un motor de vapor y Sicco entró en escena.
 
   
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De nuevo, la velocidad del gnomo fue su ventaja, y se escurrió de la bestia con la cartera en la mano. El trogg rugió de ira y después gruñó una serie de órdenes a sus hermanos. Un monstruo estaba desangrándose en el suelo, pero el otro asintió con un gruñido y se movió lentamente por la estancia. Su plan era atrapar a Gelbin entre ambos y después atacar para matarlo. El Manitas Mayor no podía correr para siempre. Era cuestión de tiempo y ellos lo sabían.
El mekigeniero había creado un nuevo traje de batalla. Durante los últimos años, Gelbin escuchó reportes de Sicco piloteando una cosa enorme con forma de caldero por las entrañas de Gnomeregan, sin embargo, esto era completamente distinto; un ágil artilugio. El constructo de tamaño humano pasó emitiendo un sonido de vapor caliente junto a los troggs que aguardaban. Creado de metales maleables y decorativos, era similar a las armaduras humanas usadas en los desfiles y para presumir frente a los plebeyos. Sólo la cabeza pequeña y arrugada de Sicco sobresalía del cuello del aparato. Los años no habían sido amables con el gnomo demente y Gelbin apenas reconoció a su viejo amigo. Mejillas huecas, delgadas líneas de cabello ralo y la enfermiza coloración verde que indicaba radiación y locura.
 
   
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Gelbin había regresado al centro de la estancia, donde encontró la silla volcada, que seguía allí. El trogg moribundo había tropezado con el cable con toda la fuerza de su pesado cuerpo en movimiento y había arrancado la caja del resorte que había estado escondida debajo de las baldosas del suelo. Era una caja metálica cuadrada del tamaño de un plato. Y si Sicco Termochufe había recurrido a la misma ingeniería descuidada y al estilo goblin que Gelbin le había visto utilizar en otras ocasiones, el eje del resorte principal y sus contrapesos estarían justo debajo de aquello.
Sicco notó la mirada de lástima de Gelbin y la tomó como reconocimiento. Sonriente, hizo un giro y una reverencia con ademán elegante.
 
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Gelbin empujó la silla a un lado y abrió su cartera: una llave inglesa, un martillo de hierro, una lima y un frasco blanco de aceite de bocanegra para lubricar resortes, todo en miniatura y del tamaño adecuado para trabajar con relojes. O para sabotear un sabotaje. Alzó la mirada y calculó el tiempo que tardarían los troggs en caer sobre él. Quizá veinte segundos. Necesitaba treinta.
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Le quitó el tapón al frasco, derramó su contenido y después lo hizo rodar por el suelo como una línea reluciente directa hacia el trogg más cercano. La criatura miró el pequeño frasco, mostró una alegría simiesca y levantó la mirada para encontrarse con que el gnomo tenía en la mano una llave inglesa diminuta y una lima. Con un movimiento rápido, Gelbin frotó la llave inglesa contra la lima. Una brillante línea de chispas cayó al suelo y prendió el rastro de aceite que fue avanzando como una serpiente veloz hasta llegar al frasco que descansaba a los pies del trogg. Ocurrió tan rápido que la criatura apenas tuvo tiempo para tirarse a un lado cuando una bola de fuego explotó debajo de él. El enmarañado pelo de la barba ardió y el trogg empezó a correr frenético, golpeándose con sus nudillos de piedra. Eso solo sirvió para alimentar las llamas.
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Satisfecho, Gelbin volvió al cable y a la baldosa rota, y desmontó la caja del resorte que tenía a sus pies. El otro trogg todavía estaba en el otro extremo de la habitación y se movía con mucha más cautela ahora que un gnomo desarmado había conseguido envolver en llamas a su compañero.
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—Ahora tengo treinta segundos —murmuró el Manitas Mayor—. Quizá cuarenta.
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Utilizó la llave inglesa para abrir la base del resorte y localizó el mecanismo en el fondo de una bobina de veraplata. Sí, Sicco había sido muy descuidado. Un buen saboteador se habría asegurado de que el resorte no se pudiera volver a utilizar por medio de material de un solo uso y resortes de poca resistencia. El resorte de aquella bobina todavía se podría utilizar unas pocas veces más y, rápidamente, Gelbin unió el resorte con el interruptor del contrapeso, una combinación oblonga de piñones responsable de que las paredes subieran y bajaran al manipular unos cables conectados a otro muelle enorme enrollado alrededor de un eje directamente debajo de sus pies. Ahora que el resorte estaba fijado, puso el interruptor a un lado y metió la mano en el hueco que había dejado la caja del resorte. La llave inglesa se movió como un rayo cuando Gelbin quitó a toda velocidad los tornillos que mantenían el eje fijo en su sitio.
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Eran cuatro tornillos oxidados en total y a Gelbin le llevó el tiempo que le quedaba quitar tres de ellos. El metal gruñó cuando el enorme peso que antes había estado sostenido por toda la estructura descansó en un solo tornillo corroído.
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Gelbin se incorporó justo en el momento en el que el trogg lo agarró y lo lanzó al aire. Después acercó a Mekkatorque a su cara y le lanzó una sonrisa irregular: su paciencia había recibido su recompensa. El Manitas Mayor estaba a centímetros de los dientes agrietados y rocosos, dientes que aún lucían los restos de la última pobre criatura que había estado tan cerca del trogg antes que él. Gelbin se encogió con un gesto de disgusto.
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—Arrancarresortes tenía razón. Puedo saborear el olor.
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El trogg rugió y el Manitas Mayor acabó rociado de saliva.
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Después, Gelbin estrelló un puño contra la boca del trogg, con lo que le destrozó los dientes delanteros y le obligó a tragar restos de hueso que volaron hasta su garganta. El trogg lo dejó caer y se tambaleó con un grito gorgojeante. Gelbin se quitó la sangre de la mano y después la abrió para revelar que sostenía el martillo de hierro.
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—Un consejo, amigo. Nunca dejes que un gnomo se acerque a tus dientes.
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El trogg se limpió la sangre de la boca y después se volvió cuando el otro trogg se acercó a él, con la piel chamuscada llena de ampollas. Las dos criaturas estaba iracundas y Gelbin sabía que en cuestión de segundos se lanzarían sobre él para destrozarle. Dio un paso atrás y apretó el resorte que había reconstruido a toda velocidad.
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Debajo del suelo cambiaron los pesos, los cables se tensaron y un único tornillo oxidado se rompió por la presión. Las baldosas que los troggs tenían bajo los pies cedieron cuando un cable atravesó el suelo tirando del eje, en una explosión de roca y metal. Los troggs salieron volando hacia atrás y chocaron con el escritorio destrozado mientras se abría la pared falsa que el Manitas Mayor tenía a sus espaldas.
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Sus enemigos habían caído y la salida estaba libre. Era hora de largarse. Gelbin se volvió mientras guardaba las herramientas en el cinturón. Durante un segundo, se detuvo y, de hecho, se planteó volver para recoger sus gafas. Las podía ver al otro extremo de la estancia, todavía atadas a los restos grotescos de un pie de trogg con un trozo de cable. Intactas. En buenas condiciones. Automáticamente se llevó una mano a la nariz y acarició el lugar que las nuevas gafas solían dejar dolorido.
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—No, no —se dijo Gelbin negando con la cabeza—. Han cumplido su propósito. Y tengo que salir de aquí.
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Pero había esperado demasiado. Ahora empezaban a asomar más troggs por la salida. Docenas de ellos. Ocuparon toda la abertura y rodearon a Gelbin, gruñendo, rugiendo y relamiéndose los afilados dientes. El Manitas Mayor se había quedado sin ideas y no confiaba en que los troggs fueran tan amables como para auparlo de modo que pudiera machacarles la cara con su martillo.
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Pero los troggs no se movían. Esperaban.
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—Supongo que te debo una disculpa, Gelbin. He subestimado tu audacia, tenía que haberte enviado cuatro troggs.
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La risa aguda que siguió a aquella frase fue desconcertante. Por cómo sonaba, Gelbin dedujo que Sicco Termochufe se había vuelto aún más loco desde que vivía allí abajo con aquellos monstruos. Hubo un sonido metálico y el silbido de un motor a vapor, y Sicco apareció.
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El Mekigeniero había creado un nuevo traje de batalla para él. Gelbin había oído informes que afirmaban que, durante todos aquellos años, Sicco había estado moviéndose por las entrañas de Gnomeregan conduciendo una cosa enorme con forma de caldero, pero esto era totalmente diferente. El ensamblaje de tamaño humano pasó a través de los troggs inmóviles con gran agilidad, emitiendo silbidos de vapor. Había sido soldado a partir de metales maleables decorativos y se parecía a una de esas armaduras elegantes que solían utilizar los humanos en desfiles y para darse importancia ante los plebeyos; solo que en este caso era la pequeña y arrugada cabeza de Sicco la que salía por la abertura superior. El gnomo demente había envejecido muy mal aquellos años y Gelbin apenas reconoció a su antiguo amigo. Tenía las mejillas hundidas, canas, pelo escaso y un tono verdoso enfermizo que atestiguaban la presencia de la radiación y la locura.
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Sicco vio la mirada de compasión de Gelbin y la tomó como si el Manitas Mayor admirara su trabajo. Sin dejar de sonreír, giró sobre sí mismo y después hizo una reverencia llena de florituras.
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—Una impresionante muestra de ingeniería, ¿verdad? Hice algunas pruebas con un prototipo de campaña más práctico, pero resultó ser demasiado voluminoso... y propenso a explosiones. Este traje es mucho más estable en ese sentido y mucho más adecuado para mi posición.
   
—Una impresionante pieza de ingeniería, ¿no crees? ¿Sabes? Llevé a cabo varias pruebas con un prototipo de campo más práctico, pero era demasiado voluminoso y susceptible a explosiones. Este traje es mucho más estable, además de ser más adecuado para mi posición.
 
 
—¿Tu posición?
 
—¿Tu posición?
—Claro, lo apropiado es que el rey de los gnomos pueda ver a los ojos a los demás gobernantes del reino. Concepto difícil de entender para un fracasado insignificante como tú, lo sé.
 
Gelbin frunció el ceño. —El rey de los gnomos, ¿eh? Supongo que ya dejaste de lado la idea de ganar una elección. Considero que es lo mejor, ya que al electorado puede serle difícil votar por un candidato que no es un gnomo.
 
   
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—Claro. Es de lo más adecuado que el rey de los gnomos pueda mirar a los ojos a los demás gobernantes del mundo. Sé que es un concepto difícil de comprender para un lastimero fracaso como tú.
Sicco pareció sorprenderse y hubo un siseo. El Manitas Mayor no estaba seguro si el sonido surgió del motor de vapor en la región abdominal del traje de Sicco, o si fue una respuesta reptiliana del aspirante a usurpador. Sin embargo, el ruido se adecuaba a la expresión de Termochufe.
 
   
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Gelbin frunció el ceño.
—Creo que rogar por las sobras en la mesa de los enanos te ha vuelto un poco loco, Gelbin. “¿Que no es un gnomo?” ¡Soy diez veces más gnomo de lo que tú jamás serás! Mientras estabas echado en tus laureles debido a tu ‘genio’ impredecible y falso, yo me vi en la necesidad de trabajar para obtener reconocimiento. ¿Quién pasó semanas diseñando todos los mecanismos balísticos de tus máquinas de asedio? ¡Convertí tu enorme camión de rábanos en un cañón móvil! Eso cimentó nuestra alianza con los enanos pero, ¿recibí algún tipo de agradecimiento por ello?
 
   
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—El rey de los gnomos, ¿eh? Así que doy por sentado que has renunciado a ganar unas elecciones. Probablemente sea lo mejor, ya que al electorado quizá le resulte difícil votar a un candidato que no es un gnomo.
Gelbin suspiró. —Sicco, eras uno de los gnomos más brillantes en Dun Morogh y pareces olvidar que siempre expresé mi gratitud por tu trabajo. Tenías ideas creativas, geniales incluso, pero eras demasiado descuidado. Había muchos aproximados en tus cálculos y no dedicabas el tiempo suficiente a refinarlos. Te asigné el diseño de artillería con la esperanza de que te pondrías a la altura de la situación, pero tus cálculos balísticos habrían detonado mis máquinas de asedio al momento de recargar. Pasé muchas horas revisando tus cifras antes de enviarlas a Forjaz.
 
   
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Sicco pareció perplejo durante unos segundos y sonó un silbido. El Manitas Mayor no estaba seguro de si el sonido procedía del motor a vapor situado en la tripa del traje de Sicco, o si había sido una reacción reptiliana de su usurpador en ciernes. Fuera lo que fuera, el sonido encajaba a la perfección con el ceño fruncido de Termochufe.
—¿Qué? ¡Mentira! Si mi trabajo era de tan mala calidad, ¿por qué dejarme tomar el crédito por los cañones?
 
—Porque —dijo Gelbin— eras mi amigo.
 
momentáneamente, revelando cierto parecido con el brillante joven gnomo con el que Gelbin entabló amistad hace tantos años ya. El gnomo al que ayudó a graduarse de la escuela, a quien le dio empleo en su fundición y le otorgó un papel importante en la Corte Manitas pese a su desempeño preocupante y cada vez más errado. Sicco parpadeó varias veces y levantó una mano metálica para frotarse la frente.
 
—Gelbin, yo… yo…
 
   
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—Creo que suplicar por las sobras en la mesa de los enanos te ha vuelto un poco chiflado, Gelbin. ¿Que no soy un gnomo? ¡Yo soy diez veces más gnomo de lo que tú serás jamás! Mientras te quedabas sentado y te deleitabas en tu falso e impredecible "genio", yo era el que tenía que luchar por el reconocimiento. ¿Quién pasó semanas diseñando todos los sistemas de balística de tus máquinas de asedio? ¡Convertí tu pesado armatoste de metal en un cañón móvil! Ese trabajo afianzó nuestra alianza con los enanos. ¿Y acaso recibí el agradecimiento que me merecía alguna vez?
Y luego notó la mano, los poderosos dedos dorados que él solo había creado. Formó un puño y el rostro de Sicco se contorsionó, mostrando una sonrisa enloquecida. El amigo de Gelbin ya no existía más.
 
   
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Gelbin suspiró.
—Bueno, esa enorme debilidad es exactamente el por qué decidí arrebatarte las riendas. Los gnomos deberíamos dominar la tierra con nuestras armas imparables, no vendérselas a nuestros imbéciles aliados. ¡Eso es cosa de goblins!
 
   
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—Sicco, tú eras uno de los gnomos más inteligentes de todo Dun Morogh y pareces haber olvidado que yo nunca dejé de expresar mi agradecimiento por tu trabajo.
El Manitas Mayor sacudió la cabeza.
 
   
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Tenías ideas creativas, incluso brillantes. Pero eras descuidado. Te quedabas corto en tus cálculos y no dedicabas tiempo al refinamiento de tus ideas. Te asigné el diseño de la artillería porque creí que podrías estar a la altura de la tarea. Pero tus cálculos de balística habrían hecho explotar mis máquinas de asedio en cuanto recargaran una sola vez. Pasé muchas horas rehaciendo tus cálculos antes de enviarlas a Forjaz.
—Nunca lo entendiste, ¿verdad? Es la lealtad hacia nuestros amigos lo que nos proporciona nuestra mayor fuerza. Esto es lo que nos separa de ogros, troggs, e incluso goblins. Es por esto que los enanos nos ayudaron cuando estábamos cerca de extinguirnos y nos cedieron una parte de sus recintos sagrados para que tuviéramos algo que pudiéramos llamar hogar. Esa es la razón por la cual hay enanos, humanos, draenei y elfos de la noche muriendo junto con nosotros en los túneles circundantes para recuperar una ciudad que nunca fue suya. Están aquí porque son nuestros amigos, Sicco. Mis amigos. Es un poder con el que los números no pueden competir.
 
   
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—¿Qué? ¡Mentiras! Si mi trabajo era de tan mala calidad, ¿por qué dejaste que me llevara el mérito por las armas?
El mekigeniero siseó —esta vez, Gelbin estaba seguro de que el sonido surgió de la boca arrugada del gnomo— y avanzó. —¿Por qué no cierras los ojos y me dejas poner fin a esta vergüenza?
 
   
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—Porque —dijo Gelbin—, eras mi amigo.
Al detenerse frente al Manitas Mayor, Sicco sacudió la cabeza y se despidió agitando una mano. Ésta emitió un sonido mecánico, efectuó una rotación completa y se desvaneció en el interior de la muñeca de acero del blindaje del traje de batalla. Termochufe rio y extendió el brazo. Con otro impulso de vapor, surgió una navaja afilada, la cual comenzó a brillar en rojo gracias a calor generado mecánicamente. Gelbin retrocedió trastabillando hacia el eje y sintió el resorte tenso contra su espina dorsal. Aún tenía la llave de tuercas en su cinturón y la levantó para bloquear la navaja de Sicco. Esto provocó otra risa.
 
   
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Sicco Termochufe dio un paso atrás con los ojos abiertos como platos. Durante un instante, su rostro se suavizó para convertirlo en un recuerdo del joven y brillante gnomo con el que Gelbin había entablado amistad hacía tantos años. El gnomo al que había ayudado a graduarse en la universidad, que había empleado en su fundición y al que había colocado en un puesto prominente en la Cámara Manitas a pesar de su trabajo cada vez más lleno de errores. Sicco parpadeó varias veces y se rascó la frente con una mano metálica.
—Caray, te ves precioso allá abajo. ¿Así te enseñaron a pelear los enanos?
 
—No —dijo Gelbin haciendo girar la llave de tuercas entre sus dedos— así es como lucha un gnomo. Cuidado con la cabeza.
 
   
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—Gelbin, yo... yo...
Se volvió y golpeó el seguro que mantenía el resorte en su sitio, un seguro sostenido por la infraestructura inferior. Éste se deslizó hacia abajo con un sonido metálico, permitiendo que el resorte latigueara para soltarse del eje, un borroso relámpago de acero afilado que silbó por toda la habitación mientras una reserva masiva de energía acumulada se descargaba en cuestión de segundos. Gelbin sintió una tremenda ráfaga pasar sobre su cabeza y luego… calma.
 
   
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Y entonces se percató de la mano metálica, de los poderosos dedos que él había creado en solitario. Cerró la mano hasta convertirla en un puño y el rostro de Sicco se retorció hasta adquirir una mueca de loco. El amigo de Gelbin había desaparecido.
Giró y miró hacia atrás. Los troggs seguían de pie, babeando. Sicco dejó escapar otra risita.
 
Tres cabellos solitarios que crecían en la corona de la cabeza de Gelbin cayeron lentamente frente a sus ojos.
 
   
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—Bueno, es por esa debilidad ñoña que decidí quitarte las riendas de las manos. Los gnomos deberíamos dominar esta tierra con nuestras armas imparables y no dedicarnos a comerciar con ellas con nuestros estúpidos aliados. ¡Para eso están los goblins!
Seguidos de las cabezas de todos los troggs en la habitación.
 
   
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El Manitas Mayor negó con la cabeza.
Y finalmente por el torso bisecado del traje de batalla de Sicco Termochufe. Con un chorro de vapor caliente, la parte superior se deslizó y cayó al suelo justo frente a Gelbin, deteniéndose boca arriba contra su pierna. El ocupante tragó saliva y parpadeó repetidamente.
 
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—Nunca lo has entendido, ¿verdad? Nuestra lealtad a nuestros amigos es la que nos proporciona nuestra mayor y más verdadera fuerza. Es lo que nos distingue de los ogros y los troggs e, incluso, de los goblins. Por eso los enanos nos han ayudado a evitar nuestra extinción incluso cediéndonos parte de sus cámaras de piedra para que podamos tener un sitio al que llamar hogar. Y por eso hay enanos, humanos, draenei y elfos de la noche que mueren a nuestro lado en estos túneles para recuperar una ciudad que nunca fue suya. Están aquí porque son nuestros amigos, Sicco. Mis amigos. Es un poder que los números no pueden equiparar.
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El Mekigeniero silbó y avanzó. Este vez Gelbin estaba seguro de que el sonido había sido producido por la boca fruncida de Termochufe.
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—¿Por qué no te limitas a cerrar los ojos y dejas que termine con esta vergüenza?
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Se detuvo justo delante del Manitas Mayor. Sicco sacudió la cabeza, alzó una mano y la movió en señal de despedida. La mano hizo un sonido metálico, giró hasta completar un círculo y después despareció en la muñeca de metal del traje de batalla. Termochufe rio burlón y alargó el brazo. Con otro escape de vapor, una hoja terrible surgió del puño, una hoja que tenía un resplandor rojo a causa del calor mecánico. Gelbin cayó hacia atrás, sobre el eje, y sintió el resorte en tensión contra su columna vertebral. Todavía tenía la llave inglesa en el cinturón y la utilizó para bloquear la hoja de Sicco. Esa acción produjo otra risa burlona.
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—Oh, vaya. Pareces estar tan desamparado ahí abajo. ¿Así es como te han enseñado a luchar los enanos?
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—No —respondió Gelbin mientras hacía girar la llave inglesa en sus dedos—. Así es como lucha un gnomo. Cuidado con la cabeza.
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El Manitas Mayor se giró y golpeó el pasador que mantenía el resorte en su sitio con la llave inglesa; un pasador que había estado aguantando toda la estructura que tenía debajo. Ahora cayó con un ruido metálico, liberó el resorte y el eje salió disparado como un borrón de acero impulsado por la tremenda energía acumulada y descargada en cuestión de segundos. Gelbin sintió una especie de barrido de movimiento que pasó por encima de su cabeza y luego... nada.
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Se movió a un lado y echó un vistazo atrás. Los troggs seguían allí, babeando. Sicco dejó escapar otra risita.
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Tres pelos solitarios que crecían en la calva de Gelbin cayeron lentamente delante de sus ojos.
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Seguidos por las cabezas de todos los troggs de la cámara.
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Y, finalmente, por el torso cortado en dos del traje de batalla de Sicco Termochufe. Con una explosión de vapor caliente, la parte superior se deslizó y cayó al suelo justo delante de Gelbin, y rodó hasta quedar boca arriba contra la pierna del Manitas Mayor. El ocupante tragó una vez y parpadeó repetidamente.
   
 
Sicco estaba sorprendido.
 
Sicco estaba sorprendido.
   
Sicco estaba… confundido.
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Sicco estaba... confundido.
   
—M-mis piernas están en esa mitad, —dijo Sicco, apuntando hacia la porción del traje que aún se encontraba de pie.
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—M-mis piernas están en esa mitad —dijo Sicco señalando la parte del traje que todavía seguía de pie.
   
 
El Manitas Mayor Gelbin Mekkatorque asintió y se inclinó para darle unas palmaditas en su hombro mecanizado.
 
El Manitas Mayor Gelbin Mekkatorque asintió y se inclinó para darle unas palmaditas en su hombro mecanizado.
   
—En efecto, amigo mío. Gracias al corte relámpago del resorte y a la cauterización por vapor debido a la ruptura del motor, el sangrado probablemente es mínimo. Me quedaría a ver si las ratas te encuentran antes que tus esbirros trogg, pero ya vi suficiente de ellos por un día.
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—Sí que están ahí, amigo mío. Y gracias al corte realizado a gran velocidad y la cauterización provocada por el vapor que ha escapado del motor, probablemente no sangres mucho. Me quedaría un rato para ver si las ratas te encuentran antes que tus esbirros troggs, pero creo que ya he visto suficientes bestias de esas por hoy.
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—¿Vas a… vas a dejarme aquí?
 
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—¿Vas a... vas a dejarme aquí?
—No mereces una muerte rápida Sicco. Mereces una existencia larga y miserable en un agujero oscuro rodeado de monstruos asquerosos.
 
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—No mereces una muerte rápida, Sicco. Te mereces una larga y miserable existencia en un agujero oscuro, rodeado de monstruos asquerosos.
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Gelbin dio un paso atrás con una sonrisa triste. Abrió los brazos como para abarcar toda la Gnomeregan caída que los rodeaba.
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—De hecho, has creado tu propia prisión, aquí mismo. Mejor de lo que yo hubiera podido hacerlo nunca. Esta vez realmente me has superado. Felicidades.
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Sicco Termochufe pestañeó. Tartamudeó. Gelbin disfrutó de la rara ocasión de poder contemplar a su enemigo caído. Podía oír que se acercaban más troggs por la abertura y sabía que era hora de marcharse.
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—Además, si sobrevives, no se me ocurre nadie mejor para liderar a estas bestias que uno de los suyos.
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Se inclinó hacia adelante y olisqueó la cabeza de Sicco, arrugando la nariz asqueado.
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—Disfruta de lo que te queda de tiempo en la cárcel, amigo mío. Tu condena está a punto de terminar.
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Y dicho esto, Gelbin salió del estudio para regresar a Nueva Ciudad Manitas, dejando a Sicco solo e indefenso y cortado por la mitad en la oscuridad.
   
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Todavía iban a necesitar tiempo y muchos esfuerzos para purificar la infestación de los troggs. La limpieza intensiva de aquellos pasillos apestosos había subido mucho en la lista de prioridades, y el Manitas Mayor ya estaba imaginando planos para una distribución mucho más abierta y aireada del lugar. Aquel "agujero oscuro" iba a sufrir una remodelación nunca vista, ni siquiera por los titanes, no solo para devolverle su antiguo esplendor, sino para convertirlo en algo mucho mejor. Mucho más luminoso.
Gelbin dio un paso hacia atrás con una sonrisa triste en su rostro. Extendió los brazos para abarcar la totalidad de Gnomeregan. —De hecho, creaste tu propia prisión aquí mismo. Mejor que cualquiera que yo pudiese construir para ti. Ciertamente me superaste en esta ocasión, felicidades.
 
Sicco Termochufe parpadeó. Tartamudeó. Gelbin disfrutó la rara oportunidad de mirar a su enemigo con aire de superioridad. Podía escuchar el sonido de más troggs aproximándose por la abertura y sabía que era tiempo de marcharse.
 
   
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Mucho más adecuado para los gnomos de Azeroth. Gelbin se quitó las gafas nuevas y suspiró mientras se masajeaba el puente de la nariz con los dedos. Después de todo, con un par de mejoras podría llegar incluso a acostumbrarse a ellas.
—Además, si sobrevives, no puedo pensar en alguien mejor para dirigir a estas bestias que uno de los suyos. —Se inclinó y olfateó la parte superior de la cabeza de Sicco, frunciendo la nariz con disgusto.
 
—Disfruta tu tiempo en prisión, amigo mío. Tu sentencia ya casi termina.
 
Con eso, Gelbin dejó su estudio para dirigirse a Nueva Ciudad Manitas, dejando a Sicco solo, indefenso y perfectamente bisecado en la oscuridad.
 
   
La infestación continuaba y limpiarla iba a tomar tiempo y esfuerzo. Había aumentado la prioridad de un exhaustivo trabajo de sanitización en estos apestosos pasillos y el Manitas Mayor ya estaba considerando planos para una distribución mucho más abierta. Era tiempo de efectuar una remodelación en este “agujero oscuro” —una que ni los titanes podrían imaginar— no sólo para regresar a la ciudad a su previa gloria, sino para convertirla en algo mucho mejor, más brillante; más adecuado para los gnomos de Azeroth. Gelbin se quitó sus nuevos lentes y suspiró, tocando los costados de su nariz. Unas cuantas actualizaciones, unas cuantas mejoras; podría acostumbrarse después de todo.
 
   
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==Fuente==
 
==Fuente==

Revisión actual - 18:38 14 nov 2012

Gelbin-mekkatorque-large
Booknovel
Este artículo o sección aborda contenido proveniente de novelas o historias cortas de Warcraft.

Acortado (Truncado en la versión sudamericana), es una historia corta escrita por Cameron Dayton y publicada en Junio de 2011 en la página web de World of Warcraft. Trata sobre el difícil papel de Gelbin Mekkatorque para recuperar Gnomeregan.

Personajes[ | ]

Argumento[ | ]

Gelbin Mekkatorque se encuentra inspeccionando el sector 17 de Gnomeregan junto a un grupo de voluntarios. Allí se encuentran sus aposentos, el lugar donde creó innumerables inventos antes de que la capital gnoma cayera en manos de los trogg. Los recuerdos no tardan en volver a su memoria; cada recoveco contiene un invento, un trofeo, un retazo de épocas pasadas. Al reparar en uno de ellos, sus gafas favoritas, Gelbin recordó la traición de quien se las regaló: Sicco Termochufe. Un instante después de tocarlas, una trampa se activó, sellando las puertas de acceso a los aposentos de Gelbin. Solo una persona podía haber concebido una trampa así, el mismísimo Termoenchufe. Su voz se filtró en la estancia, burlándose de Mekkatorque mientras una puerta se abría y un trogg avanzaba con la intención de matar al Manitas Mayor. En el último momento un plan cruzó la mente de Gelbin que se valió del mecanismo de la trampa que lo había aprisionado para deshacerse de la bestia y de los componentes de una caja de herramientas para abrasar a dos más que se habían unido. Finalmente, tras desmontar la baldosa donde se encontraba la trampa, consiguió neutralizar a sus enemigos y abrir la salida. Sicco lo esperaba a la salida, montado en una estructura creada por él mismo que le servía de armadura y transporte. Cuando éste comenzó a vanagloriarse de sus méritos, Gelbin le confesó que él mismo había tenido que corregir mucho de sus diseños, pues los cálculos eran erróneos pero que no le había dicho nada porque Sicco era su amigo y quería que se llevara toda la gloria. Sicco se sorprendió y comenzó a hostigar a su antiguo amigo que, tras vislumbrar su armadura, encontró un punto débil en donde reposaba todo el peso del tren superior. Armado con su llave inglesa, lo aflojó y la presión del vapor hizo que Sicco se partiera en dos, dejando sus piernas y su cuerpo separados. Gelbin no tuvo reparos en dejarlo allí, junto a sus esbirros, mientras él regresaba con su pueblo y amigos, algo que Sicco nunca llegaría a comprender.


Fuente[ | ]

Referencias[ | ]